Dicen que la frase es de Thomas Jefferson, aunque alcanzó popularidad gracias al cinematográfico Joe Black: "Hay dos cosas inexorables en esta vida: la muerte y Hacienda". La parca es lo que es y lleva ejerciendo su oficio con inmutable protocolo desde siempre. Hacienda, en cambio, no para de elucubrar nuevas y más refinadas formas de angustiarnos la existencia. Su enésimo invento, cociéndose ya en el horno legislativo, consiste en rebajar la limitación del pago en metálico hasta los 1.000 euros, desde los 2.500 actuales. El objetivo -argumenta- es incrementar la recaudación tributaria merced a la lucha contra el fraude fiscal y la economía sumergida.

Tal propósito, en teoría intachable, admite a mi juicio dos reparos. El primero apunta a su propia eficacia. Es bastante más que dudoso que por esta vía, fácil de eludir para el proverbial ingenio del españolito, se vaya a avanzar demasiado en la iluminación de la negrura contributiva. La medida, creo, adolece de inutilidad y resultará más efectista que efectiva.

El segundo, de mayor enjundia, lo formula el economista Javier Santacruz: para él, de lo que realmente se trata es de aumentar el control de la sociedad y de dirigirla hacia un horizonte en el que desaparezca el dinero en papel. Sustituido éste por el inevitable pago a través de tarjetas o de transferencias o de lo que perpetren, se inaugurará una época en la que el Estado pueda conocer -razona ahora el abogado Juan Ramón Montero- "qué hemos comprado, dónde hemos estado, con quién nos relacionamos, quiénes son nuestros amigos o nuestros enemigos, qué nos gusta, adónde nos dirigimos y de qué nos alejamos". De entrada, será indispensable disponer de una cuenta bancaria, con el consiguiente regocijo y provecho de tan benéficas instituciones. Y de salida, se estrechará, aún más, el margen de nuestra menguante libertad.

Y es que, al permitir mansamente que alguien nos imponga cómo tenemos que pagar, aceptamos nuestra condición de sospechosos, dejamos que nos dicten qué hacer con un dinero que es lícito y nuestro, toleramos la violación impune de nuestra intimidad. Disparate de tal gravedad que resulta inexplicable el silencio y el acomodo con los que lo acatamos.

Sirvan estas letras como grito de rebeldía: a la fuerza ahorcan; pero así como ante la muerte nada puedo, ante vosotros, ingenieros de un sistema inquisitivo y esclavizador, no cejará jamás mi firme y digna voluntad de resistencia.

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