Todo mortal

Bécquer fue un hombre de éxito, con una vida sentimental bastante común, y con un relieve periodístico extraordinario

Ya lo sabrán ustedes. Tal día como hoy murió Gustavo Adolfo Bécquer en su casa del barrio de Salamanca. Si hemos de hacer caso a Campillo, sus últimos pasos por el mundo fueron desde el lateral del Arqueológico, subiendo por Jorge Juan, hasta llegar a su domicilio en Claudio Coello. Allí dirá sus últimas palabras (era la mañana del jueves, 22 de diciembre de 1870), junto a su amigo Rodríguez Correa: "Todo mortal". Antes ha pedido que cuiden de sus niños. Y es con este benemérito fin con el que se urde la publicación de sus obras en el estudio del pintor Casado del Alisal, en la actual plaza de Tirso de Molina, entonces llamada del Progreso, el día de Nochebuena. Es ahí donde empezará a fraguarse la atractiva mitología del poeta romántico, amante infortunado, a quien parece perseguir un hado maligno.

De hecho, el mismo día de su muerte ha sucedido un eclipse solar, visible en el sur de España. Y sin embargo, Bécquer es, principalmente, uno de los grandes gacetilleros del país, dedicado, según su propia y fatigada expresión, a "aquella fiebre fecunda del periodismo". Bécquer es también un periodista conservador, que muere en los días que van desde la Gloriosa de 1868 a la proclamación de la I República española, con el paso intermedio de Amadeo I de Saboya. Esto explica ya, en buena parte, el carácter apolítico que se le quiso atribuir post mortem, con la intención de extraerlo de una actualidad adversa. Pero también hay otra cuestión fundamental, fraguada en la casa misma de Alisal, como es la ordenación de las rimas, fruto del criterio de sus amigos Ferrán y Campillo, y no del propio poeta. Gracias a esta secuencia narrativa, las Rimas bequerianas aún se presentan ante el lector como una historia de desamor y traición, de la cual emerge la pureza solitaria, honda, incomprendida, del genio poético. No hay, sin embargo, nada en la vida de Bécquer que nos induzca a extraer tal imagen. Bécquer fue un hombre de éxito, con una vida sentimental bastante común, y con un relieve periodístico extraordinario.

Por otro lado, es cierto que tres meses antes de su muerte, Bécquer ha visto morir a su hermano Valeriano ("todo mortal"), y que ambos son hijos del pintor José Domínguez Bécquer. La profunda vocación pictórica que alienta en Gustavo Adolfo es hija de este vínculo familiar y de una convención del siglo: sólo la pintura, sólo la música (pasiones ambas del poeta), alcanzan a elucidar el idioma del mundo, el alma de los seres sin idioma. De esa oscuridad irisada nacerá su obra.

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