El concepto, en su versión moderna, fue acuñado por el sociólogo Michael Young en una obra -El triunfo de la meritocracia, 1958- que pretendía criticar duramente tal idea, pero que acabó sustentando un discurso que la dotaba de connotaciones muy positivas. El esquema es simple: de lo que se trata es de favorecer que cada cual consiga, en el seno de la sociedad, aquello que se merece gracias a su trabajo, neutralizando, o al menos intentándolo, factores desigualitarios como el origen familiar, el color de la piel, las diferencias económicas o la suerte. Adoptado durante décadas como principio válido por izquierdas y derechas, está sometido ahora a una profunda revisión, sobre todo a partir de otro libro, La tiranía del mérito, publicado en 2020 por el filósofo Michael Sandel. Para él, ni la meritocracia existe realmente en el seno de nuestras sociedades, ni está claro que su existencia, de conseguirse, fuera beneficiosa para las mismas. En los últimos años, observa, la brecha entre ganadores y perdedores se ha ido ensanchando. Al tiempo, añade, al vincular triunfos y fracasos con méritos y deméritos, impulsa la arrogancia de los favorecidos, una actitud que justifica y reorganiza la desigualdad pero que en ningún caso aspira a superarla.

Me parece indiscutible que en las sociedades reales, aunque se proclamen meritocráticas, a menudo la etnia, el género, la riqueza o las conexiones familiares, en teoría indiferentes, son, junto a otras muchas circunstancias segregadoras, decisivas a la hora de establecer la posición del individuo en la sociedad. De esta disfunción nacen el mecanismo de la discriminación positiva y, cómo no, posiciones interesadas que terminan atribuyendo a tan 'pérfida' concepción todos los males sociales presentes.

El debate está abierto: ¿sigue siendo la meritocracia, aun imperfecta y perfectible, un ideal ventajoso? ¿Esconde sólo, en cambio, una sutil trampa para disfrazar de 'justo' un sistema social profundamente desigual? Por compleja que sea la cuestión, yo me resisto a prescindir del mérito como un factor de progreso. Con todos sus defectos, y ante la falta de una alternativa posible, igualadora y no igualitarista, me sigue pareciendo el mejor método conocido para adelantar en la causa de la igualdad. Sé cuántos ataques soporta hoy. Pero aún no hallé en ninguno una razón mejor, un punto de superioridad que anule y sustituya al enorme y equitativo valor del esfuerzo.

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