La mancha

Quizá seamos hoy, pese a todo el conocimiento acumulado, más vulnerables que nunca

Sabemos de episodios arcaicos como el que padecieron los hititas a finales del siglo XIV antes de la Era o los mencionados por la Biblia, incluyendo tal vez alguna de las proverbiales plagas de Egipto, pero fue la gran peste de Atenas, minuciosamente documentada por el historiador Tucídides, la primera cuyos pavorosos efectos fueron detallados de una forma que se haría tristemente familiar para los cronistas posteriores. Aunque no pueda identificarse con certeza, el fuego interior que consumía los cuerpos de los enfermos ha sido asociado por los modernos investigadores al tifus, responsable de decenas de miles de muertos entre los que estuvo el gigante que daría nombre a su siglo, Pericles, fallecido en el segundo año de la Guerra del Peloponeso. Se dijo que el mal provenía de Etiopía, del mismo modo que otros referidos por las fuentes antiguas, pero con más razón se ha afirmado que fue la peste llamada de los Antoninos, descrita por Galeno, la primera pandemia conocida, dado que se extendió por varias provincias del mundo romano -desde el medio oriente donde las legiones de Marco Aurelio, la más famosa de sus víctimas, combatían a los partos, hasta Germania y las Galias- en un vasto imperio que recién había alcanzado su extensión máxima, conectado por calzadas, puertos y vías fluviales. Más próximas y familiares nos resultan las epidemias que han azotado a la humanidad desde la devastadora peste negra de finales de la Edad Media, durante mucho tiempo atribuidas a la influencia de los astros, los humores malignos o la cólera divina, antes de que los pioneros de la biología descubrieran que estaban provocadas por enfermedades infecciosas cuyos nombres no podemos pronunciar sin sentir escalofríos. Los avances de la ciencia han dejado atrás los sacrificios, las rogativas y la búsqueda de chivos expiatorios, pero un terror ancestral se apodera de los mortales cuando la silenciosa propagación del contagio supera las medidas de contención y se expande por el planeta en apenas unas semanas. Pese a los razonables avisos de las autoridades sanitarias, el miedo se extiende a velocidad de vértigo y una desmedida prevención frente a las personas infectadas -que manchan o contaminan a sociedades enteras, como el míasma de la tragedia griega- rebasa el ámbito de la medicina para mezclarse con bulos y supersticiones y prejuicios indeseables. Disponemos de remedios inconcebibles para los antiguos, pero la globalización nos ha convertido en vecinos recelosos y no existe ya distancia que suponga una barrera. Quizá seamos hoy, pese a todo el conocimiento acumulado, más vulnerables que nunca.

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