Contemplo con tristeza la conmemoración del "Día de Andalucía". Han pasado dos años desde que gracias a la insólita conjunción de tres partidos (PP, Ciudadanos y Vox) se consiguió por fin arrancar de la Junta al Partido Socialista que, después de cuarenta años de poder, consideraba a Andalucía algo así como su propio cortijo y aunque quizá haya transcurrido poco tiempo aún para desenmarañar la tupida red de conexiones, influencias y privilegios a través de la cual el partido y sus cargos controlaban la sociedad andaluza; éramos muchos los que esperábamos que al menos se fueran desprendiendo de los tópicos folclóricos y políticos que tradicionalmente han constituido la esencia de nuestras señas de identidad. El pasado domingo se escenificó en el teatro de la Maestranza y en el hoy Parlamento y antes Hospital de las Cinco Llagas de Nuestro Redentor (los aireados espacios que otrora sirvieron para disipar los efluvios de la peste se eligieron en esta ocasión para evitar a la COVID-19) una nueva exaltación de la región y sus habitantes tan rebosante de mitomanía y autobombo como las de los socialistas. A pesar de que, gracias a la autonomía, llevamos cuarenta años controlando nuestro propio destino, lo cierto es que pocas cosas han cambiado: la economía se sigue basando en el sector servicios, la cifra de desempleo es de un 22% y, según el informe Pisa estamos a la cola de Europa en cuanto al nivel educativo. En verdad lo único nuevo es una administración sobredimensionada que por medio de la corrupción ha controlado todos los resortes económicos y sociales que, al amparo de Europa, podrían habernos hecho prosperar. Andalucía sigue siendo la tierra del señorito, aunque ahora no vaya a caballo repartiendo dádivas entre sus aparceros, usa el cargo público para conceder óbolos y prebendas a quienes les rinden pleitesía. Andalucía nunca tuvo suerte, las riquezas del comercio con las Américas que en los siglos XVI y XVII entraban por Sevilla y en el XVIII por Cádiz, nunca dejaron beneficios en esta tierra. Los intentos en el XIX de crear una industria se abandonaron en provecho de catalanes y vascos. Andalucía no tuvo una revolución industrial que consolidara una clase burguesa y abortó cualquier intento de Ilustración. Los pocos ilustrados andaluces acabaron todos ajusticiados, en el exilio o condenados por la Inquisición (v.g. Pablo de Olavide). No nos quejamos en la Dictadura ni tampoco cuando vimos que indefectiblemente se incumplían las promesas de prosperidad que nos trajo la autonomía. Nunca fuimos la California de Europa ni la Finlandia del Sur y es poco probable que nos convirtamos en el Silicon Valley español, entre otras razones porque nuestros ingenieros, médicos e investigadores emigran a Europa en busca del reconocimiento y los salarios que aquí se suelen reservar para el sumun de nuestra cultura: los pintureros personajes de la farándula. Los ancestrales esquemas que nos rigen nos apartan de la prosperidad de países avanzados y de no ser porque vamos al rebufo de España y Europa, estaríamos condenados al subdesarrollo.

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