Las dos majas

Desde los tiempos de Rousseau sabemos que el Edén no era tanto el Edén, como una vasta soledad, el Paleolítico.

No sé si las dos majas que se adhirieron, el otro día, a los cuadros de Goya, eran conscientes de lo paradójico de su mensaje (Maja vestida + 1,5º= Maja desnuda, con la promoción del deshielo que ello implica); y tampoco sé si conocen que los marcos de algunas obras son objetos valiosos en sí mismos. Lo que sí resulta evidente es que estas jóvenes burguesas encolerizadas sabían, con total evidencia, cuál era su enemigo: su enemigo es la humanidad, lo específicamente humano de ella, y en mayor modo, los frutos más altos de su variada progenie. Por resumir un poco, pero sin simplificación alguna, digamos que estas chicas adherentes son, sin saberlo, hijas de un contemporáneo de don Francisco de Goya. Son hijas ignorantes y violentas de Jean Jacques Rousseau y de su ruborosa ideación del buen salvaje.

El Romanticismo comienza, como es sabido, cuando Rousseau consigna la civilización como el enemigo del hombre y el responsable último de su caída. ¿Caída desde dónde? De un improbable Edén, previo al comienzo de la desigualdad entre individuos. Nadie ignora cuál es el modelo de esta tragedia (el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal); pero sí es verdad que Rousseau lleva a un extremo lo que en el Génesis solo se dice de modo implícito. Adán y Eva cayeron en la materialidad profunda del mortal, no tanto por desobedecer, como por querer saber demasiado. En Rousseau, este demasiado se evapora, presentándonos el mal, identificándolo radicalmente, con el mero hecho civilizatorio. Ahora bien, nuestra juventud adhesiva añade una nueva radicalidad, que también se hallaba en Rousseau, pero que prescinde ya, como enemigo íntimo, de lo humano. En Rousseau está, sin que haya desaparecido desde entonces, la naturaleza con mayúsculas: la Naturaleza rumorosa, benévola y feraz que puebla nuestras ensoñaciones románticas.

En esta situación, el hombre solo puede cumplir el desairado papel de culpable. Culpable cuando se marcha a la ciudad a contaminar (aquellos que vacían la España vacía), y culpable cuando deja la Naturaleza a su ser (aquellos que vacían la España vaciada). Por un motivo o por otro, el hombre sobra. Y no es la menor de sus paradojas -pero sí perfectamente esperable- que el refinamiento último de la civilización sea este sueño de pureza, tantas veces repetido en la historia. Desde los tiempos de Rousseau sabemos, sin embargo, algo que el vívido medievo ignora: el Edén no era tanto el Edén, como una vasta soledad. La áspera soledad del Paleolítico.

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