Justo en la entrada de la casa, mi madre tenía un aparador antiguo de madera. Era un aparador de esos con cajones grandes en los que terminábamos echándolo todo: alicates, llaves que no servían ya para nada pero que nunca tirabas, papeles que nunca volverías a leer, monedillas sueltas, enchufes inservibles que aguardaban para ser usados de repuestos a los de la pared y un recital de cosas de finalidad dudosa pero que, si te aburrías y las tirabas, resultaban inmediatamente imprescindibles.

Sobre aquel aparador, mi madre tenía su relicario de santos, vírgenes y cristos y, en medio de todos ellos, las fotografías en blanco y negro de mi abuela María, ya fallecida a esas alturas, y de su hijo Alfonso, hermano de mi madre y tío mío, que también nos dejó muy pronto.

Ella limpiaba especialmente esa encimera a la que había puesto un cristal y, por debajo del cristal, un pañito blanco de croché que salió de sus manos. Era su ritual, lo apartaba todo, le pasaba el paño con Cristasol e iba cogiendo cuadro a cuadro, retocándolo para quitarle un polvo que nunca acumulaba, y lo devolvía escrupulosamente a su sitio.

Muchas tardes, especialmente aquellas tardes de otoño e invierno en las que poco después de las seis ya había oscurecido, mi madre cogía un cacharrito blanco de porcelana y le ponía su agua con el chorreón de aceite para que flotaran encendidas tantas velas como difuntos enmarcados.

Ella me mandaba a la mercería de la calle Santa María Micaela para comprar unas cajitas de cartón fino en las que venían diez velitas de aceite. Las recuerdo navegando sobre el aparador reflejándose en los cristales de los cuadros y titilando cada vez que se abría la puerta de la calle.

Realmente no sabría decir cuántas cajitas de velas de aceite compré. Creo que aquellos cajones del aparador de la entrada de mi casa estaban salpicados de mechas y corchos de luminarias jamás encendidas.

Creo que mi madre hablaba con mi abuela y con mi tío. En cierto modo, aquellas lucecitas apaciguaban el dolor de su alma porque en cada cerillo que encendía enviaba un mensaje de recuerdo, un no os olvido y un seguís vivos en mí.

De pequeño uno no entiende muy bien las cosas que los mayores construyen a su alrededor desde los sentimientos, pero sí que recuerdo años enteros de vestidos negros que con el tiempo pasaron al medio luto del blanco y negro, a los botones azabaches cosidos en las solapas de las chaquetas de mi padre y a temporadas de televisión apagada en señal de respeto. La muerte de antaño puso hasta velos tapando las caras de las mujeres que transcurrían en procesión por el Polvorín para encalar sus nichos en el cementerio. Era la forma en la que la familia había aprendido durante generaciones a honrar la marcha de los suyos.

Seguramente por estas cosas, todavía hoy, cuando visito algún lugar de culto, termino delante de las velas votivas enviando un poquito de luz allá donde se encuentren los míos.

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