Campo Chico

Alberto Pérez de Vargas

Para el luto y el dolor

Las guerras y las pandemias siembran la desolación imponiéndose a la soberbia del género humano

Detalle de 'A porta gayola', de López Canales.

Detalle de 'A porta gayola', de López Canales.

Esas pocas palabras que forman parte de unos de los más bellos sonetos de nuestra poesía, me han venido a la mente cuando me disponía a acudir a esta cita semanal con los lectores de Europa Sur. Son de “El rayo que no cesa”, un poemario del poeta (cuasi andaluz) Miguel Hernández, publicado en 1936, cuando su autor se sentía sobrecogido e implicado por la trágica amenaza que llegaba a la España de su tiempo. Es un poema de amor, desde luego, en el que el binomio hombre-toro adquiere una cohesión inusitada. Estaba inspirado en su relación amorosa con la pintora gallega Maruja Mayo, que también tuvo relaciones con Rafael Alberti. Pero el trasfondo amoroso no oscurece su profundo enraizamiento en nuestra cultura, de la que la tauromaquia forma parte inseparable. No muy conocido es que el joven Miguel sería secretario de José María de Cossio, el autor de la monumental enciclopedia taurina “Los Toros”, que se convirtió en su protector.

Son días de luto y de dolor, en los que el confinamiento; en sentido estricto y obviando el terrible impacto económico y social que está llegando; es lo de menos. Las cifras de muertos no debieran ocultarnos las tragedias que hay tras cada número que se añade a su montante. En unos pocos casos, destacando la personalidad de las víctimas y en otros muchos ignorándolas; como si no fueran más que los niveles de un contador que nos avisa del recorrido de la pandemia. Las guerras y las pandemias, el odio y el mal que, en ocasiones, vencen al bien, cuando debiera ser al contrario, como ordenaba Pablo (Romanos 12.21), y las reacciones violentas de una Naturaleza que se opone a la agresividad de los moradores de la Tierra, siembran la desolación ignorando el poder y la riqueza; imponiéndose a la soberbia del género humano.

Aún con el espíritu de las fechas, que nos han recordado la maravillosa proximidad del libro y nos han familiarizado con la sabiduría del diálogo entre el caballero Alonso Quijano y su escudero Sancho, pienso en los que se han ido ahora y me alargo hasta todos los que se fueron. Hay un momento de la misa, aquel en el que el sacerdote dice “por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”, cuando de modo espontáneo siento la presencia de tantos que se constituyeron en actores principales de la escena de mi propia vida. Son tantos, que no podría repetir sus nombres, pero todos sin excepción dejan algo en mí de sus esencias, en ese instante. Ello me da una idea de lo poco que he puesto yo; al fin y al cabo soy, somos, el destino de lo que aprendimos de los que se nos fueron de nuestra casa, de nuestras calles, de nuestro lado, en fin. Percibiendo lo que nos dieron y lo que nos legaron, comprenderemos mejor lo poquito que hemos puesto.

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