Un jugador de culto

Si decía Benedetti que el fútbol es siempre un regreso a la infancia, déjenme que este artículo siga el dedo de mi padre

En estos tiempos digitales movidos por la globalización y el dinero, se está perdiendo la percepción del jugador de fútbol como héroe de nuestro pequeño mundo de sueños, donde el recuerdo de aquel partido, de aquel gol, de aquella tarde perdida en el tiempo, no sólo no ha desaparecido, sino que revive en el imaginario colectivo cada domingo. Ya apenas quedan extremos habilidosos, ni defensas leñeros con bigote, ni siquiera hay barro en esos modernísimos campos como alfombras verdes. Ve uno hoy a los niños jugando a la Play y no sabe si los muñecos de asombroso parecido imitan a los futbolistas, o son más bien éstos los que imitan a los muñecos. Ahora todo es entretenimiento, imagen, derechos televisivos y tatuajes, muchos tatuajes.

Precisamente hoy miércoles mi equipo homenajea a uno de los últimos futbolistas que podríamos encuadrar como jugador de culto, el gran Enrique Montero. En aquel Sevilla en blanco y negro de mi niñez, sin títulos ni dinero, Montero era para nosotros la esencia misma del jugador de clase que nos diferenciaba de los de arriba, la frente alta y el balón al pie, melenita setentera, regate inverosímil entre un bosque de piernas, el triunfo de la fragilidad sobre la fuerza. El mejor intérprete, ay, de la desaparecida escuela sevillana, aunque hubiera nacido en El Puerto. Promesa incomprendida al principio y sin embargo aclamada como un ídolo después, había un halo de misterio en esa forma personalísima de entender el juego, artista y fugaz, truncada en la noche terrible del Carranza. "A mí me echó del fútbol la lesión de Montero", me confesaba no hace mucho un catedrático de mi universidad.

Si decía Benedetti que el fútbol es siempre un regreso a la infancia, déjenme que este artículo siga el dedo de mi padre en la vieja tribuna sin cubierta ni asientos señalando al número once, al delantero finísimo, ése, ése, una tarde cualquiera de invierno a finales de los setenta, y entre todos homenajeemos (aquí, como en los viejos álbumes del colegio, ponga cada lector el nombre que prefiera) a quienes siendo de aquí y sin tanto ruido tanto nos dieron. Y después, cuando nos den la matraca a todas horas en la tele con las genialidades de Messi o de ese Cristiano insoportable, digamos como hago yo hoy jugando el partido sin tiempo de la nostalgia: sí, vale, de acuerdo…, pero ninguno de todos ellos tiene la clase de Montero.

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