Sostiene mi amigo el escritor Juanjo Téllez que a partir de una determinada edad, la vida se convierte en un campo de minas en el que con cada explosión, desaparece alguien cercano. A principios de semana, una de esas minas se ha llevado a mi amigo Miguel Sibón. Lo conocí, como profesor de educación física de mis hijos, en el Colegio Montecalpe. Desde el principio nos caímos bien, quizás fuera por nuestra cuna común, pero más bien creo que por su celo educativo. Miguel era de una raza de profesores que hoy desgraciadamente, no abunda. Se trata de aquellos que no sólo enseñan su materia sino que tratan a la vez de educar al alumno, forjando su carácter. En los difíciles años de la adolescencia, Miguel les ayudó a superar sus miedos, a comprometerse con la vida y a aplicarse en conocer el tamaño exacto de las cosas y de ellos mismos. Nunca le mostré mi agradecimiento por su contribución en la formación de mis hijos que nunca han olvidado sus consejos, ni las marchas por la serranía, de la que volvían exhaustos, pero felices. En el fondo, creo que no hizo falta. El lo sabía.

Militó en la fiel Infantería y en ella aprendió a ofrecerse siempre para el puesto de más riesgo, en el combate. Fue un hombre humilde y leal. En religión nunca toreó de salón. Como le enseñaron en la academia toledana, fue al sitio más difícil. Eligió cargar sobre sus hombros, no sólo su propia cruz. Por amor al prójimo, le adicionó el peso de las tribulaciones de los más pobres. Con su acción benéfica, dignificó uno de los trabajos más hermoso: el de voluntario. Antes de que la maldita enfermedad le mordiera inclemente, fui a llevarle unos fardos de ropa usada. Situé mi coche junto al suyo y cargué con uno. Cuando me di la vuelta, él ya había cargado el otro. Celebré su buena forma física y con su media sonrisa bajo el bigote y el brillo en sus ojos vivarachos, me contestó: "No creas, el de arriba tiene que hacer lo suyo". Así era Miguel, un hombre que fue siempre fiel a su Iglesia, a la Patria, a la familia y a su prójimo. En su funeral, fueron de consuelo las palabras de una de sus nietas. La semilla del abuelo ya había florecido. Allí estuvieron sus antiguos alumnos, a los que enseñó a ser ciudadanos, como los que pretendía la Constitución de Cádiz, libres, justos y benéficos. Mientras, allí arriba, los querubines inquietos por la llegada de Miguel, se preguntaban unos a otros: Oye: ¿tú sabes saltar el potro?. Imprescindible, Miguel.

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