Todavía resuena en nuestros oídos aquella ocurrencia digna de neandertal que tuvo el diputado del PP Carmelo Romero mientras Íñigo Errejón planteaba en el Congreso el problema de salud mental que vive la sociedad española. "¡Vete al médico!", recordaréis que le gritó.

No se puede entender que en un país en el que se produce un suicidio cada dos horas haya gente que banalice la consternación que vive España. Su población muere, sí, por longevidad, violencia machista, accidentes o por injusticias que se visten de enfermedades prematuras. Pero su población también se mata.

Dejémonos de tabúes, hay que hablar del suicidio y, de manera implícita, de la salud mental, porque lo primero es la consecuencia extrema, trágica, desesperada, de una desatención de lo segundo.

En 2020, España fue testigo de cómo 3.941 de sus ciudadanos se quitaron la vida. La cifra más alta de su historia. Esto es una media de casi 11 personas al día. Con las matemáticas en la mano, suponiendo que esta tendencia continúe y llevando la estadística al extremo, esta semana se ha suicidado, lamentablemente, Verónica Forqué, pero lo ha hecho junto a otras 54 personas más.

El suicidio se eleva como la principal causa de muerte no natural en nuestro país. Más que los accidentes de tráfico. Y es, después del cáncer, la razón por la que más jóvenes de entre 15 y 29 años fallecen. ¿Cómo se explica, entonces, que España sea la cuarta nación de la UE con menos camas para atención psiquiátrica? ¿Cómo es posible que, en nuestra sanidad pública, con la que tanto se nos llena en ocasiones la boca, solo existan 11 psiquiatras y 6 psicólogos por cada 100.000 habitantes?

El cuñadismo dirá que es por la avaricia de los especialistas en salud mental, que huyen a las clínicas privadas en la búsqueda ansiada de dinero. Pero la realidad es que es síntoma directo de la incompetencia y desatención histórica de la política con estos profesionales y con la gente que sufre.

Porque un suicidio no lo evita, como nos ha enseñado Hollywood, la enamorada que llega a tiempo a una azotea justo antes de que su amado se precipite ocho pisos hacia abajo, o la hermana mayor que aparece en el instante exacto en el que la pequeña, con el botecito todavía en la mano, acaba de ingerir 35 pastillas. No, ese margen de tiempo, en el que todo o nada puede ocurrir, rara vez se nos es concedido en la vida real.

Un suicidio lo puede llegar a impedir un profesional, que para eso está. Y, por supuesto, un elevado sentimiento de empatía social. El nuevo plan de salud mental que ha presentado el Gobierno hace unas semanas es un paso, pero nosotros, como sociedad, estamos ante una oportunidad única de mostrar nuestra mejor cara.

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