Las horas

El ser humano, tan empeñado en ir contra las leyes naturales, es víctima de sí mismo cuando no se deja regir por ellas

Me gustaría más escribir sobre el libro de Josep Pla que tiene este título y en el que se basó el poeta Francisco Bejarano para escribir su excelente obra Las Estaciones, pero la actualidad manda aunque este faldón lleve por título sine die. Como ocurre dos veces al año, el manido tema del cambio de hora es muy socorrido para tertulianos y articulistas. Me pregunto para qué sirven tanto debate y tanto despliegue de argumentos cuando todo sigue igual de un año para otro, por más razones que se dan en contra de los cambios horarios.

El tema, en mi opinión, no da para tanto. Mucho antes de que Magallanes demostrara que la tierra era redonda y que Foucault con su péndulo hiciera lo propio con el movimiento de rotación, el paso del tiempo se mide por la alternancia del día y la noche. El ser humano, desde su aparición en el planeta es un animal diurno. Nuestro metabolismo se rige por la luz solar y de ella depende el ritmo circadiano de liberación de cortisol. Al contrario que las lechuzas, búhos y mochuelos, el hombre es un animal diurno y nuestro organismo está programado para tener actividad durante el día y descansar por la noche. Cuando el ritmo vigilia-sueño se modifica se observan alteraciones electroencefalográficas que no son detectables cuando la actividad del día va seguida del descanso nocturno.

El ser humano, tan empeñado en ir contra las leyes de la naturaleza, es víctima de sí mismo cuando no se deja regir por ellas y contamina el medio ambiente o edifica donde no debe. La hora es la que es, la que dicta el sol, no la que marcan los gobiernos, con frecuencia obedeciendo a oscuros intereses. Organizarlo todo para favorecer a ciertos colectivos o justificarlo mediante el ahorro es una falacia que no se sostiene. Cuando escucho la opinión de los supuestos expertos a favor o en contra de los cambios de hora, me acuerdo de un señor que conocí en un pueblo de la sierra de Huelva. Fue un día a finales de octubre y mientras metía su burro en la cuadra se me ocurrió comentarle que esa noche había que cambiar la hora. Su respuesta fue determinante: Yo no la cambio nunca, no me hace falta, yo me levanto cuando rebuzna el borrico. No he escuchado a ningún economista, psiquiatra o político que me haya dado un argumento tan claro y contundente. Ahora que venga el Parlamento Europeo o el Ministerio de Economía en pleno a ver si son capaces de convencerme.

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