En los años sesenta del siglo pasado, dos profesores universitarios norteamericanos, Gordon Tullock y James Buchanan fundan en la facultad de Virginia la Escuela de la Elección Pública (“Public Choice”) un nuevo campo de estudio donde aplican la teoría económica a toda clase de fenómenos no relacionados con el mercado, especialmente, los que atañen a la política y los gobiernos. La originalidad de su planteamiento radica en su punto de vista sobre la actividad política y en particular sobre el político mostrado como un ser que, al igual que cualquier otro, busca en todo momento satisfacer sus propios intereses. Desmontan la extendida creencia (que sorprendentemente muchos todavía siguen manteniendo) de que los políticos tienen vocación de servir a la gente, alardeando de ello a través de su pretendida búsqueda del bien común y la justicia social.

En estos días, recién constituidas las cámaras, los parlamentos regionales, los ayuntamientos y toda clase de variopintas instituciones satélites, no nos cabe menos que admirarnos de lo atinadas que fueron las reflexiones del abogado y el economista yanquis. En un país en que los diversos partidos debaten con ridículo ensañamiento hasta la más nimia de las cuestiones, no deja de sorprender sobremanera la concordia que reina entre ellos y la absoluta unanimidad de criterio que demuestran acerca de un particular asunto: la subida de sueldos para los integrantes de las diferentes entidades y corporaciones. Cuando la mayoría de españoles que trabajamos apenas tenemos un recuerdo lejano de la última vez que un incremento de nuestra nómina nos hizo ganar poder adquisitivo y sentimos casi como pena carcelaria los muchísimos años (35) necesarios para una misera paga jubilación (en el hipotético caso de que cuando llegué el momento tal cosa siga existiendo), los políticos, abusando de la circunstancia de disfrutar del doble papel de “empresario” y “trabajador”, incrementan sus retribuciones (además de dietas y complementos) en la medida que les parece oportuno obviando las muchas restricciones que se nos arguyen a los ciudadanos de a pie, para no modificar nuestros escuchimizados emolumentos.

Con solo 7 años se autoconceden el derecho a la pensión máxima y, para completar el cuadro, instauran una administración paralela donde colocar familiares, amigos y correligionarios. Aunque juran por sus ancestros que su mayor preocupación es el bienestar del pueblo, a la postre y una vez electos les roban sin remordimiento alguno, se adjudican altos ingresos sin importarles de donde sale el dinero y aumentan el déficit con cargo a la gente que les votó y, sin embargo, aún tienen el descaro de solicitar su reelección para proseguir con su “altruista” tarea. Ya lo intuyó Tullock: “A la política no llegan los mejores sino los más ambiciosos”. 

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