El próximo lunes se cumplirán doscientos sesenta y seis años. Marcaba las diez y media el reloj de la sacristía de una capilla de Europa que amaneció la mañana del uno de noviembre de 1755 salpicada de lámparas de aceite encendidas con ocasión del día de los difuntos. A esa hora, la tierra comenzó a temblar y las viejas paredes de la ermita vieron cómo se abrían sonoras grietas. Los devotos que rezaban bajo la bóveda de cañón salieron en estampida por la puerta que miraba a poniente buscando el refugio que ofrecía el espacio abierto de la plaza. Allí se concentraron los que abandonaron las flamantes naves de la nueva iglesia de la Palma, los habitantes de las grandes casonas del entorno y los que cruzaban por los aledaños del camino Real. El temblor parecía no acabar nunca y los angustiados viandantes sorteaban la caída de cascotes, tejas, cornisas y paramentos durante un tiempo que se alargó como los malos recuerdos.

A pesar de todo, la ciudad resistió los embates del sismo. Hasta ella no llegaron los efectos del maremoto que asoló las costas a poniente de Tarifa y los muros de las viviendas soportaron las sacudidas con la fortaleza de las primeras veces. Algeciras era una población muy joven donde se construían nuevas viviendas, tras el éxodo de Gibraltar producido cinco décadas antes. Los habitantes de la ciudad nuevamente fundada utilizaron los antiguos sillares medievales para construir nuevas edificaciones con las que comenzaron a poblar el solar de la antigua villa siguiendo el reticular trazado diseñado por el marqués de Verboom. Con arenisca de la zona se alzaron las nobles casonas de Melchor Lozano y Melchor Romero en la plaza Alta; la de Sebastián Velasco en la calle Imperial, que con el tiempo acabó albergando el hospital Militar; los sólidos paramentos del cortijo de Varela de la calle Real; las amplias casonas de Gaspar de Mairena, José del Castillo o Martín Pacheco, en el perímetro de una ya muy urbanizada plaza Baja; la airosa vivienda de Juan López, en una Marina en ciernes; el cuartel de Caballería, en las proximidades de la calle del Río; el hospital de la Caridad, con su capilla anexa, que acabó nominando a un barrio o el convento de la Merced, que se alzaba sobre las antiguas propiedades de Antonio de Ontañón. Sobrevivieron las blancas fachadas de cal y mampuesto; sin embargo, la vieja capilla de Europa tuvo que ser derruida tras el temblor, lo que sirvió para que Torcuato Cayón dotara al nuevo edificio de la mejor portada barroca de Algeciras. No fueron catástrofes naturales las que acabaron con los nobles portones, los patios porticados o las notables rejerías, sino la actitud posterior de algunos de sus habitantes las que dejaron perder los sólidos muros de una ciudad tantas veces fundada.

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