Esta boca es tuya

Antonio Cambril

cambrilantonio@gmail.com

El gran depredador

Su muerte supone la muerte de la verdad, una ley de punto final, un silencio con el que mucha gente se siente hoy aliviada

Miguel Blesa cobró el miércoles su última pieza: él mismo. El gran depredador siempre mostró una magnífica puntería para equivocarse y, fiel a su instinto, se suicidó en un coto de caza, el mismo en que provocó la extinción de decenas de gamos, corzos y venados. Si la versión oficial es cierta, puso el cañón del rifle en el esternón, apretó el gatillo y fue atravesado por una bala de gran calibre y no por una perdigonada de bolas de Beluga como las que consumía compulsivamente durante sus años al frente de la presidencia de Caja Madrid. Después cayó y manchó el suelo con su sangre, una sangre cuyo color podría confundirse con el del Vega Sicilia con que regaba la voluntad de los miembros de su consejo de administración, una sangre tan espesa como la de los osos, hipopótamos, leones, búfalos y tantas otras catedrales de hueso músculo y nervio que derrumbó alegremente durante sus múltiples safaris a lugares remotos del mundo.

No ofende a la memoria decir que Blesa hizo daño desde el instante en que, sin estar cualificado, aceptó la oferta de su íntimo Aznar para presidir la cuarta entidad financiera del país, a la que, con la ayuda de otros, condujo a la bancarrota que obligó a un rescate por parte del Estado que sufren cientos de miles de españoles. Mientras todo eso se producía, y centones de preferentistas perdían los ahorros de toda su vida, él y no pocos directivos de Caja Madrid incurrían en negocios dudosos, prestaban cantidades millonarias a las instituciones, especialmente a algunas gobernadas por el PP, se aplicaban retribuciones de fábula, tiraban de tarjeta y gastaban con obscenidad, con una despreocupación absoluta por la suerte ajena que los convierte en protagonistas de un Berlanga en negro, de una versión trágica de La escopeta nacional. Su fin no le exculpa del dolor causado.

Quizá nunca sepamos si el móvil del suicidio fue la vergüenza, o el miedo a la cárcel o a la misma pobreza en que sus actos sumieron a otros. El caso es que Blesa ha muerto y los muertos son imperturbables: no hablan, no pueden defenderse ni revelar sus secretos ni señalar a terceros. Con su desaparición se extingue la posibilidad de averiguar algunas responsabilidades en la bancarrota que contribuyó a la ruina de buena parte de la población. Su muerte supone la muerte de la verdad, una ley de punto final, un silencio con el que mucha gente se siente hoy bastante aliviada. Descanse en paz. Y que Dios lo ponga donde haya poco que repartir.

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