"Uy que mono está Max, le veo muy cambiado" -oigo decir a una señora en medio de la calle- "Sí es que le acabo de llevar al peluquero" -le responde su interlocutora- "La camiseta que lleva es superfashion" -remarca la primera- aludiendo, sin duda, a la indumentaria de Max que, a la sazón, va vestido con una zamarra que recuerda a la de la selección de Argentina. "Ya ves, es tan caprichoso que siempre quiere salir a la calle con ella". "Pues le queda ideal", fue la última frase que escuché ya en la distancia.

Se trataría de una charla anodina de no ser por la circunstancia de que el inquieto Max (no paraba de dar vueltas sobre si mismo) no es, como habrán supuesto, un travieso niño que va de la mano de su encantadora madre.

Max va sujeto por una correa extensible y es un perro de la raza "yorkshire". Aunque la "humanización" de Max parece excesiva, no se trata de un fenómeno extraño, se produce, en mayor o menor medida, en casi todas las personas que poseen "mascotas".

En su "Teoría de la clase ociosa" Thorstein Veblen califica la posesión de estos animales caseros como un signo de "prestigio social" ya que su característica principal es la de ser completamente inútiles (improductivos) y, por tanto, sus propietarios los muestran como un "adorno", algo superfluo que pueden permitirse el lujo de poseer.

Nadie pasea una gallina, un cerdo o una cabra. Son especímenes lastrados por el sambenito de generar beneficios para sus dueños. No poseen glamour al resultar incompatible su posesión con el sentido ocioso que se les exige.

A pesar de ser el más sucio y el de hábitos más molestos de los animales de compañía, el perro es el rey de las mascotas. Su ventaja primordial es su extraordinario instinto para el servilismo.

El perro es el perfecto vasallo: posee el don de la ciega obediencia y la prontitud del esclavo a la hora de averiguar los deseos de su amo. Al mismo tiempo la actitud servil respecto al dueño la compagina con una gran inclinación a fastidiar al resto de humanos (lo que, en cierto sentido, refuerza más el ego de su propietario).

Si estos vigilasen para que sus chuchos no importunasen a quienes preferimos deambular sin compañía canina, entonces a lo mejor empezamos a apreciar las monerías de Max y sus congéneres.

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