España es uno de los países que peor ha manejado la crisis del coronavirus a pesar de ser quizás en el que mayor sacrificio se ha exigido a la población y el que mayor quebranto económico ha sufrido en razón de la severidad de las medidas tomadas para combatirlo. Gran parte de este fracaso es atribuible a nuestro singular sistema político-administrativo: El estado de las autonomías. Un sistema nacido con la Transición para integrar el nacionalismo vasco y catalán en el recién creado marco constitucional, no solo no sirvió para apaciguar las ansias separatistas de ambos territorios sino que alentó los deseos de emancipación de otras muchas regiones que, aún no teniendo más tradición de pertenencia que la española, intuyeron en la reivindicación de unas supuestas esencias una manera de aprovecharse y lucrarse con los privilegios que, por agravio comparativo, podían obtener del débil estado nacional. Los más de 40 años transcurridos desde que se implantó este artificio político (que tanto recuerda a las taifas moras) han sido más que suficientes para comprobar el derroche y el desbarajuste administrativo que suponen y que las hace insostenibles a pesar de haber consumido en su mantenimiento los recursos europeos que bien podían haber servido para sacar a España del subdesarrollo. Resulta curioso que una nación que supo gestionar con una flota de galeones y un puñado de soldados y frailes un Imperio en 'donde nunca se ponía el sol', se haya atomizado hasta hacerse inoperante precisamente en el momento en que los avances tecnológicos nos empujan justo a lo inverso: la globalización. La excusa de que "las autonomías acercan la administración al ciudadano" ya no se la traga nadie y basta con acudir a cualquiera de las delegaciones autonómicas para entender (en el supuesto de haber leído a Kafka) la frustración de K, el personaje de El castillo, atrapado en las redes de la alienante burocracia de aquella extraña fortaleza. El modelo autonómico ha resultado ser tan ruinoso para la nación como provechoso para la clase política que ha encontrado en él una eficacísima agencia de colocación para correligionarios, familiares y allegados. Mientras tanto, la gente de a pie ha sentido en carne propia algunas de las ventajas de las autonomías: la imposibilidad de escolarizar a sus hijos en castellano en gran parte del territorio español; el estar en clara desventaja para optar a un puesto de trabajo si no se conoce la lengua vernácula; las dificultades para utilizar la tarjeta sanitaria fuera de su propio feudo autonómico o la disparidad de salarios para un mismo trabajo en distintas regiones. En definitiva, las autonomías han divido a los españoles, nos cuestan un pastón y son una guarida de vividores y si no piensen por ejemplo en el recién inhabilitado Torra: Tras 28 meses trabajando en post de la destrucción de España, cobrará (durante 14 más) 8.700 euros al mes que, eso sí, cuando se jubile se quedarán en una módica mensualidad de 6.700 euros.

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