RELOJ DE SOL

Joaquín Pérez Azaústre

La gente

DESPIERTAS con Felipe González en las ondas y el café tiene un resto de antigua confianza perdida, de credibilidad volcada en el aceite entrando lentamente en las tostadas. Escuchas una entrevista a Felipe González en una radio matutina y, si andas todavía sumido en ese sueño dominical apacible, puedes pensar, incluso, que amaneces en otro tiempo nuevo, ahora convertido en retroactivo: porque hubo un tiempo en que la palabra política estaba barnizada por esa fortaleza de la novedad, y todavía se distinguía entre políticos buenos, menos buenos y malos, honrados y corruptos, despreciables y oníricos. Sucede que Felipe González, hoy como entonces, tiene a su favor la verborrea convertida en estilo literario, una especie de fácil didactismo que le hace explicarse bien; y eso, en el mundo de hoy, ya es estar por encima de la inmensa minoría de la política más o menos acreditada. Porque, independientemente de las simpatías o rechazos furibundos que la figura del ex presidente del Gobierno suscite todavía, al final representa una época más sólida de nuestra política: cuando los discursos eran férreos y además se pactaba de verdad, aunque acabase mal. Ahora, resulta que la promesa de la izquierda española es un superviviente de aquella promoción, cuando hasta el último de la fila, casi en cualquier partido, tenía una formación que irradiaba su prestigio público.

Entonces, más o menos, cuando no éramos los mismos ni de lejos, a pesar de la recién estrenada erosión patria de la clase política -sólo hace falta recordar la agresión tremebunda que sufrió, en carne propia, el hoy canonizado, seguramente con justicia, Adolfo Suárez-, de las caricaturas y las críticas, el trabajador de la política no estaba enmarcado, aún, en la desconfianza galopante de hoy. Cuando Mariano Rajoy y Pérez Rubalcaba velan todavía sus armas de campaña, podríamos preguntarnos qué tenemos realmente entre las manos, qué capital nuevo se juegan estos dos, y también todos. Porque alguien ganará, pero ya hemos perdido la inmensa mayoría de los ciudadanos, tal y como se ha visto con el 15-M: a pesar de las interpretaciones de este movimiento, de sus giros últimos y sus disoluciones, si algo estaba claro era la crítica a toda una clase mayoritariamente muy desprestigiada, lo que incumbe a cualquier candidato.

Cualquier candidato piensa en ganar. Sin embargo, España ahora se juega más que la cita inmediata: se trata de recuperar, desde la misma entraña de los partidos políticos, su permeabilidad pública, más allá del fervor militante del mitin. En una sociedad que no cree en ningún político, más allá de reformas, inmediatas o no, recuperar esa fe perdida del hombre de la calle en la cosa política es el mayor objetivo. Pero mucho me temo, salvo sorpresa, que siguen a lo suyo: quítate tú, para ponerme yo, y además todos los míos. La gente, mientras, terriblemente sola.

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