Todos los meses de julio que recuerdo siempre fueron en Algeciras meses calurosos, de solaneras pasadas de cuarenta, que derretían las aceras y hacían flamear el alquitrán de las carreteras convirtiendo el horizonte en un hervor constante.

Algeciras, Andalucía, siempre ha tenido que parar desde el mediodía, echar las persianas enrollables cogidas con dos cáncamos al exterior del bastidor de la puerta, gazpachear, andar descalzos por las casas, dormitar la siesta con la vuelta ciclista de fondo, baldear la calle a la caída de la tarde, soportar el traqueteo del ventilador y sentarse con los vecinos al fresquito de la noche comiendo pipas de Emilio Arias Lizano mientras los niños jugaban a esconderse.

Y es que la caló siempre ha sido la que ha marcado el ritmo de la vida en Algeciras y en Andalucía, devolviendo a sus casas a los braceros de los campos pasado el mediodía y llenando de agua los porrones de cerámica que colgaban en un gancho, endulzados con anís, a la sombra de los patios de las casas.

Algeciras siempre tuvo estas calores de julio, antes incluso de ser conscientes del cambio climático, y envidiábamos las tormentas vespertinas del norte de España que narraban en el telediario de las nueve de la noche con imágenes de vascos y gallegos paseando con sus chubasqueros y sus rebequitas.

Mientras tanto, en el sur, el caldo de las sandías chorreaba muñeca arriba y las calles olían a sardinas asadas, a caballas y a jureles que en verano los barcos de cerco casi colapsaban la lonja con sus capturas.

En julio, los del sur siempre teníamos que aletargarnos para sobrevivir y combatir temperaturas estremecedoras y esta protección climática forzada siempre irritó a tantos y tantos españoles, no andaluces, que nos tacharon de flojos siesteros mientras, ahora, acalorados ellos también, no pueden ni mover un dedo sin parafrasear cositas sobre el schok térmico que sufren.

Manguerazos de agua, silencios sólo quebrantados por el martilleo de las chicharras, y paciencia, muchísima paciencia, estos fueron los remedios que nos ayudaron siempre a sobrevivir a los veranos.

Aquellos veranos del infierno que siguen repitiéndose cada año con fuegos por todos los sitios, intencionados o no, con los niños asomados a las azoteas de las casas para ver la altura de las llamas en la noche de la Sierra de Luna.

Algeciras siempre ha tenido la bonanza climática que le ha otorgado su Bahía y, ahora que los demás empiezan a entender a los andaluces y a su capacidad histórica de superación, aquí nos tienen, en positivo, para enseñar a tantos y tantos catedráticos del resto de España que escupieron pestes sobre nuestra obligada manera de vivir. Vamos a ver ahora quiénes son aquí los más flojos del país.

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