El fiasco Valls

Pensar que Colau tiene un mínimo apego a la nación (española, se entiende) es de gente muy ingenua

Confieso que una de las disputas en juego que más me interesaba de las pasadas elecciones era la suerte del que fuera primer ministro durante dos años del gobierno francés y ministro del Interior Manuel Valls, político galo pero de cuna barcelonesa. Casi todo el mundo (aunque a toro pasado es fácil defender otra cosa) vio una jugada audaz de Albert Rivera en la designación de Valls como candidato de Cs para nada menos que la alcaldía de Barcelona. Un candidato peculiar y atípico para una ciudad distinta donde cualquier cosa parecía que podía pasar. Lo que dice una jugada de riesgo.

Su fiasco electoral no ha llamado tanto la atención como su actitud posterior en la política de pactos que tan malamente han gestionado los Villegas y compañía. Su posicionamiento a la izquierda durante la campaña azuzando el fuego de Vox que amenazaba con devorar a Ciudadanos y su insólita decisión de ofrecer sus escaños a la Colau sin pedir nada a cambio para evitar el triunfo por la mínima del independentista Maragall lo han puesto directamente en la puerta de salida. Pensar que la populista alcaldesa tenga un mínimo apego a la nación (española, se entiende) es de gente muy ingenua.

Dicen por los mentideros de la capital que en su ruptura con la cúpula naranja sobrevuela un interés no disimulado en acercar sus posturas al Partido Socialista, el cual, dicho sea de paso, no se ha visto en otra de tanto político sonámbulo que deambula por ahí intentando buscar su hueco. Presencia y madera desde luego no le falta: el discurso buenista suspirante del estado del bienestar y la justicia social hoy día sólo puede tener algo de recorrido en cierto entorno amable del PSOE, y más cuando Rivera anda arañándole a la derecha concejalías de medio pelo por la España interior.

Ocurre sin embargo que aquí las cosas no son tan fáciles como parece desprenderse de su discurso amable con acento parisino, que los electores tienden a castigar las aventuras más o menos extravagantes, y que la defensa de la unidad del Estado siempre será mucho más fácil desde la muy jacobina y chauvinista Francia que en la disparatada España de nuestros días. Pocos países habrá en el que uno regale graciosamente el bastón de mando por la tarde para evitar que caiga la ciudad en manos de los soberanistas, y que la respuesta de la agraciada sea colgar de inmediato el lazo amarillo que los representa.

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