DESDE que el líder del PP, Mariano Rajoy, se nos volvió algo poeta al usar la felicidad en plena campaña electoral, se ha sentido tan cómodo que no ha regresado aún de vuelta a la refriega política ni a la realidad patria. Por cierto, no es una originalidad del gallego apelar a tan bello palabro. El artículo 13 de la Constitución de Cádiz de 1812 ya estableció que "el objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen". Pero esta deriva nada prosaica, que también le valió para tumbar por puntos al candidato socialista a la presidencia del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba, en el debate televisivo cara a cara, no la puede mantener sine die. Tal como se están poniendo de soviéticos los mercados, que no dan tregua a la prima española pese a que en Italia y Grecia -países sumamente contagiosos- han cambiado sus respectivos gobiernos en un intento desesperado de saciarlos, algo más tendrá que decir para que esa confianza que viene prometiendo nos quite de encima a esos inversores que se mueven en círculos concéntricos emulando milimétricamente a las rapaces falconiformes.

Teniendo en cuenta que la victoria por mayoría absoluta está más que asegurada a cuatro días de los comicios, Rajoy debería empezar a concretar. Está muy bien que diga, por ejemplo, que en algunos bares se podrá fumar con el retorno del PP a Moncloa, que reformará la ley del aborto para eliminar la última vuelta de tuerca que le dieron los socialistas, que le subirá la tarima a los maestros o que los matrimonios homosexuales pasan por la sentencia que tiene que dictar del Tribunal Constitucional. Pero aquí es necesario que revele quién va a ser su vicepresidente económico y concrete las primeras medidas legislativas que pretende adoptar.

Tanta cautela, lógica desde el punto de vista electoral para no espantar a indecisos cuando los resultados se prevén ajustados, no tiene ya ningún sentido. Sobre todo, cuando se supone que la llegada al poder del PP es la baza que España va a jugar para salir pitando del epicentro del terremoto de confianza. Por ello, Rajoy tiene que darle a Europa el mensaje de que "somos un gran país y que queremos estar en la primera división", pero con pelos y señales. Tiene que hacerlo por pura responsabilidad, si no quiere que su Presidencia, por no dar señales de vida antes, nazca lastrada por unos mercados que están acostumbrados a amortizar los acontecimientos -Italia y Grecia son dos buenos ejemplos- casi antes de que se produzcan. De camino, además, conseguirá que muchos ciudadanos se enteren con más detalle del programa del PP, que, lógicamente, debe ser mucho más que un tratado para conseguir la felicidad en 15 días de campaña electoral. O no, que diría el señor Rajoy.

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