Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

En familia

El criticado modelo tradicional reluce cual grial intocable cuando de reunirse con los cuñados en Navidad se trata

Me lo dejaba bien claro el otro día un padre de familia en una conversación improvisada: "En casa nos reunimos cada Nochebuena dieciséis y este año no va a ser distinto. Y ya puede cantar misa el presidente de la Junta si quiere". Acto seguido, sin yo mostrar interés alguno, el susodicho empezó a detallarme cuántas de esas dieciséis personas no se soportan entre sí y describía ya, convencido, las borracheras y las discusiones políticas que lo echarán todo a perder. Que se reunieran los dieciséis era, sin embargo, una cuestión prioritaria, una cuota obligada, una cuestión más importante que sus propias vidas. Tuve la tentación de advertirle de las consecuencias, legales y sanitarias, que podían derivarse del aquelarre, pero me limité a medio sonreír debajo de la mascarilla y a encogerme de hombros: mi interlocutor sabía de sobra que su empeño contravenía las normas, pero no cejaba en querer dejar claro que asumía los riesgos. Es decir, mi sanción moral no habría servido de mucho. Así que me quedé pensando en el modo en que la institución familiar, en su acepción más tradicional, tan cuestionada en la última década y puesta en entredicho, sale a relucir como un grial intocable cuando de reunirse con los cuñados en Navidad se trata. Como un óbolo que cierto Dios desconocido reclama sin miramientos.

Es paradójico, cuanto menos, que a la manera de nietzscheanos confusos hayamos celebrado la muerte del viejo modelo de convivencia hogareña, acusado de impiedad patriarcal y castración de identidades, y que al mismo tiempo, cuando llega la Navidad, tantos estén dispuestos a saltarse la ley para poder juntarse con gente a la que seguramente ni siquiera soporta. Algo de aquel imperio antiguo de la sangre, es que es mi primo, leche, cómo no voy a ir a cenar en Nochebuena con él aunque sea un miserable, debe pervivir aún, por tanto. Aquella impronta mediterránea que contaba los encuentros familiares por holocaustos permanece entonces en algún rincón de la conciencia colectiva, como si la posibilidad de pasar la Nochebuena con quien realmente queremos, como cualquier otro día del año, constituyese un signo de rebeldía merecedor de lapidación junto a la tapia. Que para algo inventaron los romanos las Saturnales.

Al cabo, basta que Moreno Bonilla dictamine de quién tenemos que prescindir en Navidad para que queramos ir raudos a dar un abrazo a los damnificados. En esto también somos muy mediterráneos. Pero sería interesante contar los suspiros de alivio que provocará el límite impuesto. Vivan al fin las familias, grandes y pequeñas.

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