El exiguo valor del intelecto

Los administradores del mundo viven entre banalidades alimentadas por las loas de sus cohortes

Enseñar supone consagrarse al estudio, a la reflexión y a la investigación. Los legos creen, no obstante, que el trabajo del docente se reduce a las clases. No ven más allá de sus propias narices; ya decía Confucio hace veinticinco siglos que "cuando el sabio señala a la luna, el necio mira al dedo". Todos hemos oído a necios de esa grey referirse a las horas de clase como si fueran las de la jornada laboral y a las vacaciones de los docentes como si fueran -mutatis mutandis- las de los discentes. Por añadidura, la gente que además de profana es simple como una patata, cree que el saber no sólo no ocupa lugar sino que cae del cielo y por no ocupar, ni siquiera ocupa tiempo.

Paralelamente a esa valoración simplista transcurre la del trabajo intelectual. Salvo contadísimas excepciones, debidas a razones ajenas al medio, la cotización de un trabajo literario de cualquiera que sea el género que se nos ocurra, de una conferencia o de la participación en una mesa redonda de algún personaje ligado a la erudición y a la sabiduría es, como los infinitésimos de los matemáticos, como el significado en matemáticas de la letra griega épsilon, una cantidad pequeña y despreciable; ajustada, prácticamente, a cero. El personal de a pie se quedaría perplejo si conociera los detalles de naturaleza económica asociados a la intervención de un erudito en un acto público. Para el sujeto activo, la rentabilidad del acto es, en el mejor supuesto, cero; y la mayor parte de las veces se anotaría en negativo en su contabilidad, si la hubiera.

En la sociedad capitalista, estas realidades se dan, sobre todo, por falta de demanda. Las desorbitadas ganancias de una estrella -y no son pocas- en el universo de las tareas de gran consumo como, por ejemplo, el fútbol o el cine generado por las grandes productoras, se deben a la demanda. Casi nadie pagaría por escuchar a un sabio y muchos lo hacen por presenciar un partido de fútbol en el que los equipos en liza tienen muchos seguidores o son muy tenidos en cuenta.

Sin embargo, si los pensadores fueran como las estrellas del espectáculo, el personal sabría que cualquier situación ha sido estudiada. Son toneladas de supuestas unidades de sabiduría las que supone el conocimiento acumulado. Pero no parece que lo sepan los administradores del mundo. Tal vez sea por eso que viven en una plataforma de banalidades alimentadas por las loas de sus cohortes.

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