El espectáculo de la política

Los políticos se han hecho peritos en transformismo y efectistas con una sola frase y mucha gesticulación

Rara vez un libro ha acertado tanto en sus profecías. Su autor vio claro que la vida teatral se adueñaría de la calle para que actores y figurantes triunfasen en los espacios públicos e instituciones. Bastaría ser buen actor para ganar, anunció aquel visionario llamado Guy Debord con un título revelador: La sociedad del espectáculo. Nadie que haya leído aquel libro, publicado en 1967, puede sorprenderse de lo que pasa, en estos días, en el mundo de la política. Los ciudadanos chapados a la antigua esperan que los políticos actuales mantengan sus convicciones de un día para otro, que se responsabilicen de la palabra dada y sean consecuentes con sus programas e idearios. ¡Esas viejas costumbres se han evaporado! Los nuevos políticos proceden de otra escuela, han aprendido el arte de ser versátiles y volubles, se han hecho peritos en transformismo y efectistas con una sola frase y mucha gesticulación. Es decir, saben fingir lo que cada escenario demanda y a lo que, a ellos, como actores, conviene. Por tanto, no tiene sentido quejarse, pues, como diría Debord, esto lo han traído los nuevos tiempos, y todos hemos contribuido, por activa o por pasiva, a dejarlo entrar. Por eso, convendría que los ciudadanos atrapados en la nostalgia del pasado no se escandalicen y acepten que en política ya todo es espectáculo. Y como sucede en los teatros hay que cambiar cada día de repertorio. Y así, se contenta al público de paraíso, que requiere novedades, cambios, duelos, trifurcas, entretenimientos. En la nueva política solo se triunfa si eres buen actor, aunque luego vendas gato por liebre. Fíjense en los casos de Donald Trump y Boris Johnson, o, más modestamente en España, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Entretienen cada día a su público con un personaje nuevo: con una ocurrencia que sorprenda y asegure diversión a sus espectadores: para que disfruten en su risueña pasividad. Porque para engatusar y sacar el conejo de la chistera ya están ellos, los actores. Además, en los casos citados cuentan con un poderoso ego que les obliga compulsivamente a estar siempre subidos en un escenario. Especializados en ese tipo de contorsionismo que permite olvidar, sin pudor, el papel del día anterior para ofrecer, cada día, con la misma naturalidad, otro distinto. En muchos patios de butacas, estos actores arrebatan porque su vanidad y audacia es tanta como nula su autocrítica. Pero queda una esperanza: todo esto es puro teatro. Y los teatros se mantienen porque, tras los decorados, quedan electricistas, tramoyistas, apuntadores. Quizás éstos, un día se fatiguen o rebelen, apaguen luces y bajen el telón.

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