Con independencia de lo que cada uno piense o -por ser más precisos- sienta acerca de la sentencia del juicio al ya célebre grupo de jóvenes autodenominado 'La Manada', lo cierto es que uno tiene la sensación de que, o bien todos los españoles nos hemos convertido de repente (obviamente por ciencia infusa) en expertos neojuristas, o bien aspiramos a que se vuelva a impartir la peculiar justicia del viejo Oeste donde, cuando la gente, ignorando la ley, se aprestaba a colocar en el árbol la soga para ahorcar al presunto criminal, el juez Lynch les detuvo: "No, primero le juzgaremos y ya le colgaremos después". Entre tantas opiniones (elaboradas la mayoría antes desde la pasión que desde la razón), se echa de menos la reflexión acerca de una circunstancia que los investigadores suelen considerar crucial a la hora de analizar un hecho delictivo: la escena del crimen. En efecto, el repulsivo suceso ocurrió por la confluencia de todos sus protagonistas en una de las fiestas que no por ser de las más famosas entre las españolas deja de presentar tremendos claroscuros: los Sanfermines. Con los malos tiempos que corren para la tauromaquia, resulta difícil atribuir solo a los célebres encierros el brutal incremento de población (de 200.000 a más de 1 millón) que experimenta Pamplona durante su semana festiva. Tal éxito tiene mucho que ver con el desmadre de la celebración, esa especie de locura que se apodera de sus participantes durante nueve días en los que todo está permitido. La conjunción de aglomeración de gente y exceso de alcohol propician el desenfreno que tan bien define la "Guía loca de los Sanfermines": "Comer, beber, amar y… lo que vaya surgiendo". Después del desafortunado encuentro entre 'La Manada' y la chica agredida (o violada) por ellos, se produjeron multitudinarias concentraciones bajo el eslogan de "Pamplona no tolera las agresiones sexistas". Un lema tan voluntarista como utópico ya que pretender que en unas fiestas tan salvajes imperen la urbanidad, la galantería y el buen comportamiento viene a ser como pedirles a los gremlins a los que hemos dado de comer después de medianoche que se abstengan de hacer travesuras. La exaltación del alboroto, la borrachera y la desvergüenza es un atractivo cebo para el turismo (de la peor calidad) pero indefectiblemente aboca a la gente hacia el descontrol y la desmesura propiciando sucesos tan desagradables como el ahora juzgado. Bien harían los promotores de la fiesta en volver la vista hacia su patrono San Fermín, aquel piadoso romano nacido en Pompaelo que llegó a ser obispo de Amiens. Su prédica de la doctrina y virtudes cristianas le costó la vida en tiempos de Diocleciano. Fue decapitado y es en recuerdo de la sangre que manó de su cuello por lo que hasta los más libertinos de los participantes en los Sanfermines lucen un pañuelo rojo.

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