Nada más salir de la estación, en plena Stationsplein, lo primero que vi fue a dos hombres besándose apasionadamente. Yo volvía de Rotterdam, donde había terminado una estancia Erasmus, dispuesta a pasar un par de días en Amsterdam para conocer la ciudad. El famoso programa europeo debía de estar en su segunda edición y tenía un formato muy distinto al de ahora. No obstante, a mis 23 años, me había permitido salir de la península ibérica por primera vez en mi vida, conocer cómo se ve el planeta desde un avión, poner a prueba mis conocimientos de idiomas y toparme de bruces con la excitante diversidad europea.

En el viejo Youth Hostel donde residíamos los estudiantes internacionales, convivíamos suecos, griegos, alemanes, franceses, italianos, británicos y belgas, entre otros muchos. Había católicos, protestantes, ateos, judíos y ortodoxos. El albergue, regentado por monjas, tenía grandes habitaciones colectivas separadas por sexos, pero en los servicios unisex se podían hacer improvisadas catas de cerveza de todos los países. Aquel fue un viaje iniciático, sobre todo porque viajaba sola y en todo viaje solitario hay mucho de introspección y de iniciación. Mochilera sobrevenida, abonada a la espectacular red ferroviaria del Benelux, recorrí país y medio descubriendo que se podía vivir en un sitio mucho más cívico, plural y tolerante que el mío; que las tradiciones y la identidad no eran incompatibles con la modernidad y la innovación; que el mundo, en fin, es mucho más rico e interesante cuando hay diversidad y mestizaje. En las calles de Amsterdam los turistas y lugareños, envueltos en los efluvios de la marihuana, aprovechaban el ambiente de libertad para mostrarse tal y como eran, así que entre canal y canal una podía ver de todo entre la sorpresa y la admiración.

Aquel Erasmus me reafirmó en las convicciones íntimas que ya venía incubando. Y, desde entonces, por más que a otros esto les soliviante y les despierte sus instintos más agresivos, yo tengo serias dificultades para distinguir a las personas por su color, sexo, procedencia o religión (es, realmente, como si mi cerebro no pudiera considerar nada de esto). En cambio, tengo que reconocerlo, las clasifico en otros grupos y distingo a la perfección a la mala gente de la buena gente, a los falsos e hipócritas de los sinceros, a los generosos de los egoístas, a los sencillos de los vanidosos, a los prepotentes de los humildes y a los crueles de los compasivos. Y, si me apuran, por aquello de las costumbres familiares que una absorbe como una esponja desde la infancia, también distingo a la primera a los limpios de los sucios. Y, si quieren, les doy permiso para que esto de la limpieza y la suciedad lo interpreten como quieran, en lo físico o en lo mental.

San Erasmo, líbranos, por favor, de Viktor Orbán y su cuadrilla.

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