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tacho Rufino Ignacio f. Garmendia

¿Son los ejecutivos buenos políticos?Belén

La política no es la empresa, y no se puede entrar en ella como elefante en cacharreríaReplicada en medio mundo, la luz del pesebre no puede ser patrimonializada por ninguna ideología

El caso de Marcos de Quinto es un nuevo ejemplo de que un directivo de éxito no tiene por qué ser un buen político. De Quinto fue nada menos que vicepresidente mundial de Coca-Cola, y eso demuestra su valía en la esfera privada, o lo demostró en un entorno concreto y hasta cierto nivel: todos encontramos nuestro nivel de incompetencia, si nos atenemos al llamado Principio de Peter. La nata sube hasta cortarse. Tras pasar con más pena que gloria por Ciudadanos, su candidatura a máximo responsable de una gran compañía como Abengoa de la mano del bloque de accionistas minoritarios ha quedado en nada. Recordemos el mal encaje que tuvo Manuel Pizarro en el Partido Popular, después de ser presidente de Endesa: de la soberbia a la superioridad completa va un trecho. Otros, como De Guindos, que fue también ministro tras ser alto ejecutivo de Lehman y PWC, han acabado en buenos puestos en la propia política o sus satélites (en su caso, vicepresidente del BCE), pero pocos -¿recuerdan muchos?- han vuelto a la alta dirección de empresas privadas. Por el contrario, alguna ley no escrita prescribe que los políticos de máximo nivel sí aterrizan en la empresa, como consejeros y de forma sospechosa: se llaman puertas giratorias.

La carrera política está sujeta a restricciones, como son los salarios públicos que no compensan a cierto nivel, o como lo son los juegos de poder de los partidos o las limitaciones del ejercicio de la función pública. Limitaciones que son distintas en esencia a los de las compañías privadas. Un CEO depende, para llegar y mantenerse en la cúspide, de su mérito, pero también de su forma de manejar sus bazas. En eso no es tan distinta la carrera ejecutiva de la carrera política: quien puede decidir, lo hace por la aritmética, sea accionarial o de quien te franquea el cargo en el partido. Donald Trump es -lo creeremos- un empresario de éxito, pero un político fracasado. Berlusconi ha tenido éxito en ambos cosmos, pero la sospecha de que su medre personal y su protección penal estaban detrás de su vocación pública es plausible. Huelga decir que los dictadores populistas se hacen ricos a costa del pueblo, pero ese es otro cantar que aquí entonamos para que no nos vengamos arriba contra la iniciativa privada, con sus vicios. Sin empresa privada no hay economía que se precie. De ahí afirmar que una persona con éxito en el mundo corporativo es de suyo un político eficaz, va un mundo. Cabe decir otro tanto de los directivos de éxito que se creen docentes brahmanes frente al paria de carrera. Pero ése es otro cantar, para otro día.

TAN cierto es que la identidad europea, discutida como todas las identidades, no puede ser definida en términos exclusivamente religiosos como el hecho de que el cristianismo, nacido en la periferia del Imperio como secta o desviación de la fe judaica, está indisolublemente ligado a las evoluciones del continente desde que Roma dejó de ser oficialmente pagana. La cultura occidental se sustenta en el formidable legado de la Antigüedad clásica, que por lo demás incorporaba mucho del Oriente donde nacieron el cultivo de la tierra, la civilización y la escritura, pero sin la religión cristiana no se entenderían la historia, el arte, la literatura o el pensamiento de las naciones que hoy, luego de siglos de discordias y enfrentamientos, forman una Unión que avanza -o a veces retrocede- en el deseable propósito de alumbrar una verdadera comunidad política. Nadie cuestiona la separación de la Iglesia y el Estado en las sociedades modernas, ni quedan entre nosotros defensores de la teocracia. Relegada al ámbito de las creencias personales, la fe, en nuestro caso la católica, tiene una dimensión cultural en tanto que portadora de tradiciones seculares, para acercarse a las cuales no es necesario pertenecer a la comunidad de los creyentes. Buena parte de los valores cristianos pueden ser y de hecho son asumidos, como parte de una herencia que es no sólo europea sino universal, por muchas personas que no tienen por qué ser fieles estrictos. Del mismo modo que los furibundos anticlericales, tan comprensivos con los desmanes de otros credos, los nostálgicos del integrismo parecen anclados en una época que por fortuna tiene poco que ver con la realidad contemporánea, en la que los creyentes, como cualquier ciudadano, pueden defender públicamente sus ideas, coincidan o no con las opciones mayoritarias que en todo caso no obligan a nadie a contravenir sus principios morales. El laicismo no condena la religión, más bien la preserva de los abusos, y en este sentido la politización de la Navidad, fecha central del calendario cristiano, es un completo despropósito. Devaluada por el consumismo compulsivo, la ignorancia de los hechos que celebra o el pintoresco ninguneo de los devotos del soslticio, sólo le faltaba a la fiesta que se la apropiaran quienes hacen lo propio con otros símbolos del imaginario compartido. En la Basílica de la Natividad de Belén, antigua provincia de Judea, una estrella de catorce puntas señala el lugar exacto donde fue el alumbramiento. Es un lugar santo y lo será siempre, para todos los lectores del Evangelio. Replicada en medio mundo, la luz del pesebre no puede ser patrimonializada por ninguna ideología.

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