ESTA es la última columna que escribo antes de las elecciones del próximo domingo, y parece evidente que, en el mapa político español, habrá un antes y un después del 20-N. Lo que ahora son meras especulaciones, aunque basadas en las reiteradas predicciones de las encuestas, luego serán certezas fundadas en los resultados, que, al final, es lo que vale.

Todo parece indicar que el PP obtendrá su mejor resultado histórico en unas generales, mientras que el PSOE, si eso ocurre, tendrá que hacer frente a una derrota aún mayor que la que sufrió Almunia frente a Aznar en el año 2000. Y si esto es así, como todo parece indicar que va a ser, España entrará en una nueva etapa que, en lo político, estará marcada por una concentración de poder institucional, en manos de un partido, como nunca se había conocido en nuestro país. El PP tendría el gobierno de España, los ejecutivos regionales, menos los del País Vasco, Cataluña, Asturias, Navarra, Canarias y, por supuesto Andalucía, aunque está por ver lo que pasa la próxima primavera, cuando, si se confirma la tendencia, también puede pasar a manos del PP. Además, gobernaría también en la mayoría de los grandes ayuntamientos y en casi todas las diputaciones.

Este es uno de los argumentos que está utilizando el PSOE en lo que va de campaña, defendiendo la idea de que no es bueno que tanto poder recaiga en unas solas manos. Por supuesto, que si la cosa fuese al contrario probablemente les parecería bien. Pero, independientemente de mensajes oportunistas, el tema de la acumulación de poder se puede usar en un sentido o en otro. O sea, que depende, y depende no sólo de quién lo tenga, sino de cómo se use. Y en este momento que está viviendo nuestro país, y otros de nuestro entorno, como Grecia o Italia, representa más ventajas que inconvenientes. Un partido respaldado con una mayoría absoluta, y con poder político sobre administraciones autonómicas y locales, estará mucho más capacitado para el control del gasto público y recortes del déficit, que otro que esté obligado a entrar en interminables negociaciones o vea ralentizadas sus medidas por conflictos partidistas con otras administraciones. Amén de lo que esto supone de cara a la confianza internacional.

Por tanto, en principio y en estas circunstancias, esto es bueno, además de la legitimidad incuestionable de un alto respaldo popular, pero sin abusar. Porque si el PP gana como se espera que gane, tiene que hacer un proceso de reflexión interna y humildad política para gobernar sin avasallar. Una gran victoria te permite ser generoso, dialogante y abierto a los acuerdos. La grandeza de los gobernantes no se mide por la soberbia, sino por la inteligencia, la eficacia y el respeto a los demás.

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