Cuando reflexionamos sobre la deficiente articulación de nuestra democracia, solemos hacer recaer la culpa de sus muchos males en factores que no nos implican. Asuntos como la lacra de la corrupción, la falta de independencia de sus órganos esenciales o la pésima calidad de nuestros dirigentes centran casi todas las críticas y ofrecen una explicación fácil a la creciente desafección ciudadana.

No digo yo que todo eso no sea relevante. Pero junto a ello, tampoco debemos olvidar lo que alguien ha denominado "las precondiciones democráticas". No basta con la simple posibilidad de votar, ni con la capacidad teórica de emitir libremente opiniones. Una verdadera democracia, para serlo, necesita de un electorado informado, conocedor de la relevancia de sus decisiones, capaz de debatir racional y sosegadamente sus diferencias.

Es aquí, creo, donde se encuentra la raíz del dislate. Si de información hablamos, es proverbial la ignorancia que manifiesta una gran mayoría de españoles sobre la maquinaria misma del sistema. De sus mecanismos, de sus leyes, de los derechos y deberes que nos corresponden, hemos sido incapaces de proporcionar una educación suficiente.

Si al desconocimiento generalizado, producto de una enseñanza que desdeña esos contenidos, unimos la imposibilidad de adquirirlos a través de otros medios, el problema se complica. El imperante clima de intolerancia, la polarización azuzada, la violencia e intransigencia de los opinadores públicos, contribuyen a dificultar una sana convivencia democrática. El trágico uso de las redes, la proliferación de fakes, la sorprendente omnisciencia de los expertos en todo, dibujan un panorama mediático infecto que obstaculiza el buen funcionamiento del país.

Resta, por último, el desmoronamiento del sentido de lo colectivo. Pacientemente desmontada, hemos perdido la conciencia de aquello que nos une e identifica. Diríase que ya no compartimos tradiciones, intereses ni proyecto. España es una nación que se disgrega irremediablemente. Triunfa el individualismo, el particularismo, el nacionalismo, conceptos todos incompatibles con la construcción democrática de una casa común.

Así nuestra democracia no puede sostenerse. Si no aprendemos sus rudimentos, si sólo recibimos de ella una imagen nominal, frentista y forofa y si, al cabo, perdemos el norte de su origen y de sus fines, nada evitará que, más pronto que tarde, desaparezca otra vez de nuestra historia.

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