Una democracia fallida

Con una clase política de mucha más altura que la que tenemos, la falta de autoridad nos llevó al caos

En la década de los cincuenta y sesenta, cuando el régimen anterior, siendo una dictadura militar, estaba más consolidado -España accedía a las Naciones Unidas- era frecuente oír, con ánimo de perpetuar el estado de cosas imperante, que los españoles no estábamos preparados para la democracia. Seguramente, la gran mayoría no aceptaba esa supuesta falta de preparación, pero aquello se repetía como si tal cosa, dándose por sentado su acomodo a la realidad. De hecho, los universitarios españoles, se hacían a doctorarse o especializarse en universidades y centros de investigación extranjeros y a volver no sólo con una mejor formación sino con el conocimiento de realidades sociales y políticas de otro cuño. Se creaba, paralelamente a la emigración con vuelta, una clase de ciudadanos homologable a la de otros Estados de nuestro entorno geopolítico. Se diría que se estaba disponiendo, sin que hubiera un propósito explícito de que así fuera, el tejido que hiciera de caldo primigenio de la Transición; un proceso que causó admiración a todos los niveles y en todos los lugares del mundo.

Ahora, sin embargo, parece que, en efecto, los españoles no estamos preparados para la democracia. Gran parte de nuestra clase política, quizás la más mediocre en muchas décadas, no cree en el sistema y lo cuestiona desde sus entrañas. La falta de respeto a la Constitución y el constante incumplimiento de sus normas por parte del Gobierno y de las instituciones del Estado, convierten a la democracia en un sistema fallido, como así empiezan a percibirlo en Europa. No es razonable que se tolere lo intolerable, como poner en duda la vigencia de los símbolos constitucionales, exhibir otros alternativos como si aquellos estuvieran obsoletos y negar la vigencia de órganos unipersonales o colectivos de representación del Estado.

Un funcionario o asimilado por cargo o destino debe ser cesado de empleo y sueldo, sin prejuicio de lo que dispongan los tribunales de justicia, cuando su actitud o comportamiento suponen rechazo a lo establecido por la Constitución; cuando con sus actuaciones evidencia falta de respeto a los símbolos del Estado. Con una clase política de mucha más altura y experiencia que la que tenemos, la de la Segunda República, la falta de autoridad y la debilidad para hacer cumplir la ley nos llevaron al caos y a la autodestrucción. Empieza a ser apremiante que los españoles seamos conscientes de ello.

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