Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

El declinar de la mascarilla

El verano urge a los políticos a plantear la libertad de uso del embozo sanitario

Si hay un símbolo de la primera pandemia del XXI, ese es la mascarilla. De momento, un símbolo vivo, que camufla el rostro de las personalidades en las comparecencias, y convierte en un pasatiempo la identificación de los protagonistas de las fotografías de los actos señalados, dejando un bizarro mensaje para el futuro. Como el que nos dejaron las pelucas masculinas de la Edad Media y posteriormente, que tanto podían servir para que el juez anduviera camuflado frente a vengativos parientes de los condenados como para darse atildamiento de clase -el gran hombre convertido en petimetre, a la postre-, e incluso para esconder la calvicie. La mascarilla ha servido decisivamente -ay, esos negacionistas en cola para vacunarse- para evitar el flujo invisible del virus desde una boca a otra o a un nariz u ojo ajeno, y, como la peluca, disimula ciertos defectillos: dientes desordenados -algunos los echan de menos, ante tanta caja de piños idéntica-; bocas pequeñas, labios amojamados, ¡papadas! El cruce de ojos atrincherado tiene sus días contados.

Las mascarillas han sido objeto de controversia entre los epidemiólogos espontáneos en que nos convertimos con mayor o menor desahogo, y también de diseño y vindicación política o de causas nobles. Una industria emergía. Al escasear, fueron caras o carísimas, y hasta marcó un trile gubernamental: ante tal desabastecimiento, el Gobierno dijo, como la zorra, que las uvas no estaban maduras, y que no eran necesarias. La industria doméstica floreció como champiñones, en un movimiento empresarial natural y benéfico. Sin embargo, fue cuestión de tiempo que los expertos en contagios masivos, los asiáticos, hicieran inviables a esos nuevos competidores locales, destrozándolos en capacidad y costes. Los porcentajes varían en las noticias sobre esta mortandad colateral del sector español varían entre el 50% y el 75%. Hubo tiempo para crear una asociación nacional de mascarilleros, que ahora pide subsidios, después de reclamar una autarquía defensiva frente a los fabricantes chinos. La vida misma, pandémica y en versión acelerada, como el aleph de Borges mostraba el universo todo en un escalón de un sótano de la calle Garay. Pero sin poesía grandiosa: en bicho malo.

El embozo sanitario tiene sus horas contadas: algunos pronosticábamos septiembre, pero el verano, sus sofocos y sus economías, llevan a García-Page -presidente manchego- a reclamar que se elimine su obligatoriedad en espacios abiertos. La vacuna va a matar a la estrella de la peste contemporánea. ¿Para siempre?

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