Deslindemos conceptos: opinar no es de ningún modo presentar como incuestionable lo que se expresa. A su vez, tampoco cabe confundir opinión y exabrupto: éste se concreta en la interrupción violenta e infértil de un diálogo así abortado. Opinar, para merecer el nombre, es arriesgar una conjetura, expresar el propio criterio quedando siempre a la espera leal de las razones del otro, de los argumentos de contrario que pueden y deben enriquecernos mutuamente.

En las ciencias sociales no existen verdades irrebatibles. En ellas, a diferencia de lo que ocurre en las ciencias puras, el saber jamás culmina en teoremas cerrados, sino que, por su propia naturaleza, se mueve en el perpetuo ámbito de la dialéctica: tesis, antítesis y conclusión que rápidamente vuelve a transmutarse en renovada tesis.

Frente a estos rudimentos, tan simples como ciertos, aparecen hoy dos peligros que amenazan la pervivencia de una sociedad sana y libre. Consiste el primero en la llamada corrección política. Decretar desde arriba qué es verdad, al vetar aquella dialéctica, aniquila el espíritu de la sociedad democrática. Es, por otra parte, desvarío que aumenta en la polarización: en la actual España de los dogmas, opinar no es ya sólo una actividad cada vez más osada, sino, incluso, políticamente temeraria. Esa verdad oficial y única que con tanto ahínco arraiga en la enseñanza, en los medios de comunicación y hasta en nuestras propias relaciones personales, anuncia, al cabo, la muerte de las humanidades, el fin del diálogo hegeliano, el fracaso de la democracia misma.

El segundo peligro es todavía más sibilino. En connivencia oculta con lo políticamente correcto, el magma de la posverdad colabora en el desastre. Equiparar toda opinión, por peregrina que alguna sea, intenta negar utilidad al propósito e, indirectamente, provoca que el individuo, desalentado, acabe en brazos de la ortodoxia. Ambos, autoritarios y populistas, persiguen silenciarnos, enmudecer, por heterodoxa o por irrelevante, nuestra voz.

Pero, créanme, callar nunca será una opción. Opinar, pública y privadamente, constituye un deber moral ineludible, nuestra exigida aportación al progreso común. A eso los animo: digan incansablemente lo que piensan, no sucumban al silencio de una paz impostada. Y, al tiempo, escuchen, ábranse a las ideas de los demás. Acaso de este modo aún tengamos una mínima posibilidad de preservar un mundo poroso, oxigenado y vivible.

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