La tribuna

Antonio Porras Nadales

El debate

EL desfile de las estrellas no se ha interrumpido. Del éxito de Bardem en Hollywood hemos pasado al momento cumbre de la campaña, el cara a cara en directo de nuestros superestrellas de la política, Zapatero y Rajoy.

La expectación resulta acaso excesiva si consideramos que a estas alturas el porcentaje de indecisos se ha reducido sustancialmente. Pero ese reducido porcentaje puede ser el que incline la balanza hacia la victoria final. Por eso, más allá de las lealtades y las servidumbres ideológicas, el momento de la personalización de la política tiene su trascendencia. Se trata de comprobar los estilos, la personalidad, el carácter de cada uno; el gancho subjetivo del que surgirá la mayor confianza entre el electorado más allá de los propios partidos.

Algunos podrían lamentar el exceso de precauciones de los organizadores del espectáculo que al final generó una compartimentalización demasiado rigurosa del debate: tiempos cronometrados y divididos temáticamente que restringen la riqueza del diálogo y los matices de las réplicas. Pero seguramente son las consecuencias inevitables de un proceso de politización de los medios de comunicación que, a estas alturas, han perdido en España su teórica independencia y en consecuencia su función originaria de instrumento de control democrático, expresión de una opinión pública auténticamente libre y crítica. Pero es lo que sucede cuando determinados medios se convierten en las fuerzas de choque de concretos partidos; al final es lógico e inevitable que cunda la desconfianza entre la propia clase política.

Por otra parte, los debates políticos en general -incluso los parlamentarios- hace tiempo que dejaron de ser auténticos debates dialogados para convertirse más bien en una sucesión de monólogos discursivos, donde no hay lugar para el cruce de argumentos, la réplica oportuna, las respuestas improvisadas o la capacidad de innovación. Por no decir del logro de puntos de coincidencia o acuerdo. Las diferencias con el proceso de las primarias americanas se hacen demasiado patentes.

Por eso al final parece que sólo queda el espectáculo: la telegenia y la capacidad argumentativa o de comunicación. Ambos líderes, Zapatero y Rajoy, se movieron la noche del lunes en sus perfiles bien conocidos. Manejando cada uno su discurso seductivo y proyectando valores simbólicos ampliamente compartidos; tratando de reducir la complejidad ideológica y de asegurar la inteligibilidad de los asuntos públicos al conjunto de todos los ciudadanos sin distinción de niveles culturales. Ni descompusieron la figura ni entraron en discursos embarullados.

Sólo hay al menos dos cuestiones problemáticas de carácter general que afectan a éste y a otros debates de la presente campaña: la primera consiste en la degradación inexorable que experimentan las variables estadísticas, especialmente económicas, cuando se colocan al servicio de distintas visiones persuasivas de carácter alternativo. ¿Cómo es posible que la misma realidad pueda tener dos lecturas tan radicalmente distintas? Ya lo percibimos en el debate entre Solbes y Pizarro y lo volvemos a comprobar de nuevo ¿O será acaso que al final los políticos están percibiendo más bien dos realidades distintas?

La segunda es la sutil degradación de las reglas de juego: se supone que en un sistema parlamentario como el español el Gobierno gobierna y la oposición se opone mediante la crítica. Los tiempos de los grandes consensos de la transición han quedado por desgracia superados. Pero en las fintas argumentativas de Zapatero y el PSOE a veces da la impresión de que lo que debemos valorar los electores son distintas experiencias de gobierno, la de antes de cuatro años y la de los últimos cuatro años. No habría entonces Gobierno y oposición, sino la apariencia virtual de dos gobiernos: lo que nos coloca a los electores ante una posición que puede resultar esquizofrénica. La lógica parlamentaria es al final mucho más simple: el Gobierno gobierna y la oposición critica.

Con todas estas salvedades, parece que el primer debate televisado se saldó con una victoria de Rajoy a los puntos: abundó en puntos críticos o sensibles más visualizados y de mayor impacto, mientras que la defensa de Zapatero de los nuevos valores innovadores de su gestión de gobierno quedó algo más diluida.

Las interrogantes se sitúan naturalmente en el momento del impacto final para el conjunto de la ciudadanía. Determinar en cuál de los dos habrá descubierto el electorado esa punta de picardía y de complicidad que determina la confianza personalizada: entre el socarrón Rajoy o el visionario Zapatero, el guapo o el feo, el joven o el viejo.

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