Cuando yo era chico, el perro de cerámica de la entradita me parecía enorme. Era un dálmata sentado, con las patitas delanteras juntas, que te hablaba con los ojos vidriosos cada vez que llegabas a la casa.

Mi madre lo compró en un camión que cada año se instalaba a las puertas de la Feria de Algeciras. Allí, en pugna con los turroneros, un hombre se llenaba de misterio para vender las figuritas de cerámica de la época, con pedazo de micro sujeto al cuello con alambre, sacando de las cajas dálmatas, payasos tristes, peces voladores y viejecitos en mecedoras que desenvolvía parsimoniosamente mientras contaba que las había importado de la lejana China.

Colocados entre el Calvario y La Charca, los vendedores conocían su oficio y te hacían creer que tu casa chiquitita de La Bajadilla iba a convertirse en el palacio de Buckingham con ese pedazo de perro en la entrada o que el mueble bar del salón iba a lucir esplendoroso con un pez espada verde y azul o que la mesa de la cocina partiría la pana con una bandeja y un puñado de bolas de colores dentro.

Es que la vida era muy sencilla y nos gustaba ver a los turroneros vendiendo sus lotes por quinientas pesetas. Turrón del duro, del blando, con fruta escarchada, las almendras rellenas de avellana y, recién llegadas de Jijona, las tortas imperiales en una caja muy grande y con una torta muy chica.

Yo me iba contento de la Feria con el dálmata de cerámica, el lote de turrones y una cafetera eléctrica o una batidora que mi madre canjeaba por un premio en las tablillas de la tómbola. Me gustaba cuando el tombolero llamaba a su ayudante y le decía: "Asistente, baja ese juego de vasos de whisky de la estantería". Y mi madre colocaba en la vitrina esos vasos marrones que nunca se usaban.

Nosotros íbamos tempranito a la Feria, de día, cayendo la tarde, para montarnos en los cacharros y volver justo cuando la gente empezaba a llegar ya con la fresquita de finales de junio. Paquete de patatas fritas en una mano, las mejores del mundo después de las de la playa de El Rinconcillo, y manzana caramelizada en la otra mientras la juventud se agolpaba en la puerta de la caseta del Casino para escuchar a Manolo Escobar o Rocío Jurado.

La misión más dura siempre se la daban a mis hermanos mayores: llevar el dálmata hasta la casa sin romperlo. Pensarán que era tarea fácil, pero no. Recuerdo que nunca rompimos un chucho de cerámica, pero sí un juego de té de esos que tenían seis tacitas muy chiquititas y una tetera con la tapadera de cabeza de dragón. Aquello sí que fue una tragedia, porque ni siquiera los gurruños de papel pudieron amortiguar el golpe.

Y es que la Feria ya no es lo que era, ¿o sí?, y somos nosotros los que cuajados de canas ya no recordamos ni aquellos ojos vidriosos de los dálmatas de cerámica de las entraditas de nuestras casas.

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