Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Sea cretino, pite un himno

Gran aficionado a la cerveza y a las mujeres hermosas, Jacques Chirac fue alcalde de París, primer ministro y presidente de la República Francesa. Se encorajinaba con facilidad, y más si le tocaban a la patria, un concepto abstracto pero bien intuitivo: su país, nación y Estado. En una final de fútbol en la nacionalista Córcega, los pitidos a La Marsellesa por parte del público movieron a un irritadísimo y gesticulante Chirac a salir del palco. Los jugadores debieron volver al vestuario, y el presidente impuso a un abucharado máximo dirigente de la Federación Francesa que pidiera por los altavoces perdón a toda Francia. Así lo hizo, y se jugó. Perdió el Bastia, equipo de la ciudad más separatista de la isla. Imaginen eso aquí. Seguramente, varias de decenas de diputados galos descalificarían a España por antidemocrática y cruel: "Haz lo que digo y no lo que hago". Pudiendo, Francia gusta de tocar las narices a su vecino de abajo.

Messi va a hacer difícil que en la próxima final de la Copa del Rey la maleducadísima parte de la afición culé se coma sus previsibles silbidos al himno español. El otrora símbolo sagrado del barcelonismo, Johann Cruyff, siempre rebelde y libre en el uso de su boca y sus piernas, dijo al respecto de esta detestable costumbre: "A uno que pita un himno le falta un tornillo, dan pena". Resulta que esta misma semana, en un Holanda-Alemania, un buen número de compatriotas suyos, holandeses, pitó la bella Canción de Alemania, con música de Haydn. No se puede fiar ya uno ni de los holandeses en eso del respeto: la mala leche aderezada con los polvos del cretinismo no mengua entre los humanos, sino al contrario. Por todos lados. Incluso los más privilegiados del planeta. También hay hinchas de La Roja que practican esa ofensa.

Me gustan mucho algunos himnos. La bofetada helada de la Estepa que emociona el corazón con el ruso, el comedimiento solemne del británico, el brío revolucionario del francés y el italiano, lo conmovedor del propio germánico. No el español, la verdad; no me eriza el antebrazo. Simplemente lo respeto como símbolo de mi país. Y callo cuando suenan sus acordes, como haría con Els Segadors o la marcha oficial de Guinea Conakry. España es tan vieja como nación y como Estado que partes de ella, las más privilegiadas históricamente por la casa común, se permiten hacer un corte de mangas silbado a millones de personas que preferirían ser respetadas. Pero el respeto cotiza bajísimo. Al contrario que la memez. Los niños y las mentes pequeñas no ven más allá de la pelusa de su ombligo.

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