PASÁRSELO bien, de verdad, todo el verano, sólo lo había conseguido de niño, cuando las vacaciones del colegio, y eso incluía los largos días de aburrimiento sentado en el bordillo de la acera, a la sombrita, o en el escalón de la casapuerta. Luego fue todo imperfecto, las molestas e inevitables imperfecciones de la adolescencia, ya el aburrimiento no tenía gracia. Las vacaciones no eran tan largas como para odiarlas, pero sí para que se notara su longitud y, a la vez, su falta de profundidad. Poco después, sencillamente, el verano desapareció. Era una estación de calor, igual que siempre, pero en su vida, los tres meses de calendario se habían reducido a un mes de vacaciones.

Y claro, cómo se comprime en un mes una estación que debería ser para ir a la playa, salir, quedar con los amigos que van quedando, recomponer alguna relación, fundar otras, dedicar tiempo a la lectura, regalar ese tiempo a la familia, pedírselo prestado al patrón, acudir a los conciertos, bañarse de noche en el mar, velar una noche en una terraza, cenar, cenar y cenar siempre con gente, viajar a Egipto, a Grecia, a Turquía, a Irlanda, a Italia, a México... dormir en hoteles de Split o de Pisa, ver las olimpiadas, contemplar atardeceres, acostarse tarde, levantarse temprano, sentarse de nuevo en el escalón de la casapuerta a ver pasar la gente.

Sabía desde hace tiempo que el verano sólo existe de verdad para los niños, cuando aparece a su inicio como un tiempo larguísimo, que nunca acabará, como es el futuro de la infancia. La teoría de la relatividad no se comprende estudiando matemáticas, sino haciéndose mayor. Y eso que un mes de vacaciones no está mal.

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