COMO consejera de Igualdad y Bienestar Social, su gestión presenta luces y sombras. Como líder política, Micaela Navarro atesora valores poco comunes. Por un lado, lo que ha llegado a ser se lo debe en gran medida a sí misma, a su esfuerzo por desafiar la fatalidad a la que le condenaba su origen social y a su afán de aprender y soñar/ambicionar. Por otro, se ejercita en la coherencia. Se ha visto estos días, cuando ha sido la única voz discordante en su partido ante el venenoso comentario de Alfonso Guerra sobre la juez Alaya. Cierto que podía haber centrado su crítica en la injerencia del ex vicepresidente en la independencia de los jueces y sólo denunció el tono machista de su insinuación, pero al menos demostró que su feminismo no es de salón. Alfonso está muy lejos de los tiempos en que dictaba las listas electorales e imponía que quien se moviera no salía en la foto, pero aún queda en el PSOE cierto temor reverencial a llevarle la contraria. A su ataque a Alaya le ha seguido un estruendoso silencio en las filas del socialismo feminista, y hasta un enemigo tan acreditado como Manuel Chaves -es difícil encontrar dos compañeros que se detesten más que Chaves y Guerra- ha pronunciado palabras de comprensión y apoyo. La excepción ha sido Micaela Navarro, que se ha declarado en completo desacuerdo. Ha demostrado que cree de veras en la igualdad y que su defensa de la mujer no se detiene allí donde empieza el interés de partido. El machismo es machismo, lo diga Agamenón o Alfonso Guerra. Un ejemplo de congruencia en esta vida pública ahogada por el sectarismo.

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