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tacho Rufino Ignacio f. Garmendia

El carritoPaseantes

De los alrededores de los estadios se debe erradicar a los gánsteres de ocasiónEs tiempo de volver a reivindicar la libre circulación de los caminantes no apresurados o sin rumbo cierto

La escena de la escalera de Odessa de El acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925) ha sido homenajeada por Coppola en El Padrino, por Brian de Palma en Los intocables y hasta por los creadores de Los Simpson. Lisa lanzando una y otra vez el cochecito de Maggie escaleras abajo para que Homer, que hace de Sísifo amarillo y cabezón, lo suba y vuelva a subir. Kevin Costner -en Elliot Ness-que ayuda a la señora con su bebé cuando se desencadena una balacera sangrienta entre gánsteres de Capone y los propios intocables.

La historia que muchos presenciamos ayer en las inmediaciones de un estadio de fútbol tiene que ver con un carrito de niño. También con la Ley Seca y el Chicago de los 20, pero en su cara B: en el desfase consentido, masivo y atractor de jóvenes; muchos no entrarán en el estadio. Las zonas malditas, con sus calles, aceras y portales conculcados por la marabunta, sus orines, cristales, vomitonas, petardos: un gueto dos días cada quincena. No hace falta decir que la mayoría de los aficionados no revientan la vida de nadie, y que dan gloria al barrio y a su club (da igual cuál sea, hay uno en cada ciudad). También tiene que ver con la Policía, que en el episodio de ayer tardó en llegar, previo aviso con las sirenas... -¿dónde estaban?-. Cuando llegaron, los malos estaban huidos, quizá contando cómo habían sido golpeados, o cómo habían pateado entre cuatro a un hincha hasta el culo, como ellos mismos. Uno de su propio equipo, del equipo de los violentos que encima van de animadores y defensores de no se sabe qué. Repito: nada que ver con el deporte, el juego ni el espectáculo del balompié. Como ven, tampoco tiene nada que ver la reyerta con los dibujos animados de Matt Groening. Los buenos aficionados van a ver a su equipo ganar o perder, los jóvenes de ocasión acuden al influjo irresistible de la melopea en masa... ante la que la Policía, sea en día de partido, en viernes semanal o en fiestas de quién sabe qué, no puede hacer nada. Y hace todavía menos a veces. Como ayer.

En medio de taburetes y veladores que volaban con vasos y botellas, entre gente que corría despavorida a refugiarse en el bar más señero del entorno, una madre y una abuela -aterrorizadas- veían cómo al carrito de su bebé de 40 días le caía un tablón encima. Huelgan más comentarios. También huelgan los de quienes querrán coger el rábano por las orejas, y preguntarse qué hace un bebé allí. Quizá iba a hacerse una foto gloriosa de su vida, dentro del estadio, con su abuela. La que no pudo hacerse y quizá nunca se hará. Con demasiado indeseable pululando alrededor.

DESAPARECIDAS las restricciones, es tiempo de volver a reivindicar la libre circulación de los caminantes no apresurados o sin rumbo cierto, prescrita por toda una tradición literaria que concibe el paseo como experiencia estética. Aunque rastreable desde Aristóteles o Séneca hasta Montaigne, son las Ensoñaciones del paseante solitario de Rousseau las que inauguran un casi género que sería cultivado por autores como Hazlitt, Thoreau, Stevenson, Baudelaire, Walser, Benjamin o Sebald. Debemos al editor y crítico Alfonso Crespo el descubrimiento de El arte de pasear (1802) de Karl Gottlob Schelle, un casi olvidado pensador de la Ilustración alemana, amigo y editor de Kant, que promovió la "filosofía popular" en el ámbito germánico y acabó sus días -como Walser- en un manicomio, después de haber escrito un ensayo Sobre la alegría que según parece no le libró del infortunio. Frente a los trayectos ensimismados de los paseantes para quienes el paisaje desempeñaba un papel secundario, como decorado pasivo o simplemente incitador, Schelle aconseja abrir bien los ojos al entorno y beneficiarse conscientemente de su influjo, sin renunciar a las reflexiones pero dejando que estas fluyan en armonía con los sentidos. En este equilibrio entre pensamiento y contemplación, entre el bienestar del cuerpo y el cuidado del espíritu, radica el secreto de un buen aprovechamiento, puesto que el acto de pasear "no es un mero movimiento físico", pero tampoco tiene por objeto la meditación y no debe por ello ser una continuación del esfuerzo intelectual al aire libre. También se aparta Schelle de sus predecesores y contemporáneos, que a menudo buscaban la soledad o la naturaleza en estado puro, al extender su interés al encuentro con otros individuos y el territorio de acción a la ciudad, anticipando la figura del flâneur y su errático merodeo entre las muchedumbres urbanas. Fiel a su creencia en la filosofía como escuela de vida, el ensayista aborda su tema desde una orientación práctica que toma la forma de instrucciones dirigidas a un tipo de lector burgués, varón e ilustrado que en ciertos aspectos -los "jornaleros" o las "delicadas señoritas" quedan fuera de su modelo ideal- responde en exceso a los prejuicios de la época. En otros, sin embargo, la clara pedagogía de Schelle, lírica, encantadora, ingenua en el mejor de los sentidos, se muestra por completo vigente, así cuando vincula ejercicio, arte y placer o afirma, muy juiciosamente, que "no se puede pasear con el ánimo preocupado o el alma entristecida". Lo sabía bien quien señalaba las limitaciones de las "cabezas sombrías" o calificaba al taciturno Rousseau de "soñador malhumorado".

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