La cabra que comía boquerones rellenos

Allí nos dejaba a todos los mocosos llorando por Lucera. Nos dolía que se fuera y hasta queríamos seguirla por las calles

Traían a la cabra amarrada con una lazada y una correa que no era de cuero ni ná, era de esparto de esas que lo mismo servían para arreglar los serones de los mulos que para remendar las espuertas y las esterillas de los carboneros.

Nunca vi a aquel gaché zamarrear al animal para que actuara en lo alto de los escalones de madera que transportaban a cuestas de una calle a otra de mi barrio, creo que porque la cabrita Lucera -él la llamaba Lusssera, sería cordobés- era la estrella del show. Yo siempre pensé que el maromo le hacía más cariños al animal que a la mujer, una gitana con delantal de lunares que lo acompañaba en el espectáculo callejero tocando la sonaja, y azuzaba a la cabra sin rozarla con una varita finita en las patas mientras interpretaba a la trompeta Paquito El Chocolatero.

Al artista se le hinchaban los mofletes y, de la potencia, las notas llegaban desde la puerta de mi casa hasta la Plaza de España. Lucera oía las primeras notas del metal y ya estaba buscando los escalones para alcanzar la cima y darse unas vueltas con las patitas juntas mientras los niños nos sumábamos al jolgorio y las madres largaban alguna pesetilla al gorro de lana que descansaba en el suelo.

Lucera era castaña y recibía su nombre de la mancha blanca de su frente. Le dábamos pan duro cuando acababa de actuar, pero realmente moría con los boquerones rellenos fríos de mi madre y podía perseguirte hasta la entrada de la casa para chupar el plato. No sé si ustedes habrán sentido la insistencia con la que una cabra hambrienta puede perseguirte para quitarte lo que llevas en la mano. Le daba igual comerse el cristal de Duralex que el paño de mi abuela que cubría los restos de la cena. Ahora lo pienso y no paro de sonreír: una cabrita artista que bailaba al son de Paquito El Chocolatero y se comía los boquerones rellenos de mi madre… no sé yo cómo pudimos salir sanos de aquellas historias.

Y el espectáculo, lo mismo que venía se iba y allí nos dejaba a todos los mocosos del barrio llorando por Lucera. Nos dolía que se fuera y hasta queríamos seguirla por las calles. O, mejor, queríamos que se quedara al lado del gallinero o en la corraleta de Colombo, un cochino ibérico que mi madre crió a biberón desde recién nacido y después se hizo un tiarrón a base de bellotas de La Rejanosa.

Pero los tiempos no han cambiado tanto. Nosotros llorábamos en nuestra infancia por quedarnos sin Lucera y nuestros hijos lloran por quedarse sin Internet. Porque seguro que mis niños encontrarán en su madurez los momentos nostálgicos de la play que yo ahora no veo, cuando cumplan sus cincuenta y recuerden una infancia en la que ni les daba el sol.

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