Desde sus orígenes como especie diferenciada de sus "primos" los simios, el hombre ha recurrido a representaciones para intentar explicar su propia existencia y la del mundo que le rodea. En medio de una naturaleza salvaje, a merced de fenómenos incontrolables como tormentas, inundaciones, fuegos, terremotos… y expuesto a calamidades como el hambre y las enfermedades, nuestros antepasados, débiles e indefensos, necesitaban de algún ente sobrenatural que les sirviese de consuelo y protección frente a tantas adversidades. Vieron primero poderes mágicos en árboles, rocas y animales; después usaron tótems para proteger a la tribu, se valieron de brujos y talismanes y, por fin, idearon las religiones para poder dar sentido a la vida. Crucifijos, vírgenes, figuras de Buda y de Shiva o incluso suras del Corán son iconos que acompañan a los humanos desde tiempo inmemorial proporcionándoles respuestas respecto a su inevitable y fatal destino. No fue hasta hace 150 años que un químico ruso, Dmitri Mendeléyev, ideó una representación del mundo que no necesita de la fe (imprescindible para aceptar los dogmas religiosos) porque recurre a la razón (consustancial al método científico), se trata de la tabla periódica de los elementos. Una imagen gráfica que, con su familiar contorno escalonado y cada elemento contenido en una de sus más de cien casillas pulcramente amontonadas, nos muestra los ingredientes fundamentales de toda materia. No existe nada que no este constituido por estos elementos.

Como si fuesen las cartas de un solitario, Mendeléyev fue distribuyendo los elementos en filas en función de su número atómico (cantidad de protones presentes en el núcleo de sus átomos) y la valencia (número de electrones que entran en juego en una reacción química) y observó que, de golpe, ese ordenamiento explicaba tantas cosas y era tan natural que parecía más una revelación que un descubrimiento. Con todo, su mayor genialidad fue dejar en aquella primitiva tabla, recuadros vacíos que esperaba rellenar con elementos aún no descubiertos, una teoría que pronto se vería corroborada con la identificación del galio (debajo del aluminio), el escandio (entre el calcio y el titanio) y el germanio (en el hueco que separaba el silicio del estaño en la columna de la familia del carbono). Resulta evidente que la ciencia y la religión persiguen el conocimiento del universo usando diferentes metodologías. Infortunadamente además de distintas parecen incompatibles. Yo me decanté por la ciencia el día en que coloqué un poster de la Tabla Periódica en mi cuarto sustituyendo al de Fray Escoba (del que tan devota era mi madre), a pesar de las muchas cualidades que hacían del santo mulato casi un superhéroe: don de la bilocación y la sanación, clarividencia y -lo más fascinante- su increíble familiaridad en el trato con ratas, ratones y bichejos varios.

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