Lo conocimos en el tercer curso, a comienzos de la última década del siglo pasado, o sea hace más de treinta años, y nunca olvidaremos el día en que el catedrático de Filología Latina Juan Fernández Valverde llegó al aula a primerísima hora de la mañana, con semblante serio, para decirnos que había decidido suspender la clase. Muy poco antes, en la madrugada, había empezado la ofensiva de los aliados sobre Iraq -la llamada Guerra del Golfo- y por primera vez el mundo pudo ver en directo, a través de la señal ininterrumpida de la CNN, las ráfagas y los impactos de los misiles, destellos sobre la penumbra verdinegra de unas imágenes hipnóticas y a la vez escandalosas que convertían la destrucción, como se apuntó ya entonces, en un espectáculo televisivo. El profesor Fernández Valverde no adornó su anuncio ni lo acompañó de un discurso antibelicista, pero todos comprendimos que su gesto, precisamente por su falta de retórica, era un sencillo y genuino acto de repudio al horror que supone cualquier guerra. Hemos recordado muchas veces el episodio y se nos viene de nuevo a la cabeza mientras leemos el hermoso volumen publicado con motivo de su jubilación, Opera minora selecta, editado con gusto exquisito -los jóvenes del fragmento de Una lectura de Homero, la célebre obra de Alma-Tadema que ilustra la cubierta, representan de algún modo a todos los que han recibido las lecciones de Fernández Valverde a lo largo de más de cuatro décadas de docencia- por sus discípulos Alberto Marina Castillo y Rosario Moreno Soldevila. Autores clásicos como Marcial o Tito Livio y medievales como Rodrigo Jiménez de Rada, el Toledano, un personaje fascinante que alternó la profesión eclesiástica con el ejercicio de las armas y de las letras, han sido los objetos preferentes de su trabajo como editor, traductor y estudioso, parcialmente recogido en una antología que da cuenta de la calidad de sus investigaciones, pero al margen de su gran labor académica importa destacar, punto en el que coinciden tanto sus colegas como sus alumnos, la entrega del latinista a la enseñanza y su excelencia como inductor de entusiasmos. A ello lo han ayudado sus conocimientos, desde luego, pero no menos las cualidades de un hombre sensible, generoso y cordial -buen maestro y maestro bueno, lo llaman dos sabios amigos y compañeros, Francisco Socas y Antonio Ramírez de Verger- en cuya forma de enseñar, dialogante, nada autoritaria, se refleja no sólo la letra, sino también el espíritu de los antiguos. Gracias a personas como Juan, bueno en efecto por partida doble, seguimos pensando que el viejo modelo humanista contiene todo lo mejor de nuestro mundo.

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