de poco un todo

Enrique García-Máiquez /

La bolsa y la vida

QUE los mercados son insensibles e inhumanos se repite y se repite, desde que ha empezado la campaña electoral, por el primer micrófono que se pilla en cualquier mitin. Es uno de los mantras de la crisis. Se comprende, porque nos exime de responsabilidad y señala un culpable difuso, al que odiar, y, sobre todo, contra el que nada se puede hacer, con lo que no nos compromete, porque dejar de pedir prestado dinero eso sí que no. Pero si de algo pecan los mercados es de neurastenia, o sea, de un exceso de sensibilidad que les hace susceptibles hasta un extremo desasosegante. Tampoco se sostiene lo de su falta de humanidad, pues los que les zarandea de arriba abajo, más que nada abajo, abajo, es algo muy humano: el miedo de los inversores, que viven en un ay. El miedo a perder su dinero, en concreto. Sé que hay otras cosas mucho más humanas -la piedad, la solidaridad, la empatía, la generosidad-, pero me temo que casi ninguna más común entre los hombres de hoy. Encima, lo que mueve a las Bolsas son las personas; y no hablo de las que ejecutan las operaciones, sino de las que las inspiran y animan. El caso de Steve Jobs es paradigmático: su prestigio y su buen hacer eran capaces de subir o bajar las cotizaciones de su empresa según las noticias de su estado de salud fuesen buenas o malas. Las Bolsas, por tanto, a pesar de su fama de inhumanidad y anonimato se rendían ante la vida de un señor con nombre y apellido que presentaba como avales su talento, su capacidad de trabajo, su liderazgo y su trayectoria. Menos ejemplar, pero no menos humano, el caso de los presidentes europeos. La posibilidad de que se vaya Silvio Berlusconi -un político con nombre propio y que forma parte, a pesar de todo, de la especie humana- ha supuesto un automático alivio a la deuda italiana, lo que demuestra a bote pronto la sensibilidad de los mercados financieros y la importancia que adquiere el factor humano en sus decisiones. No han sido indiferentes tampoco los mercados a la dimisión de Yorgos Papandreu, recibida con un alza bursátil, que es lo más parecido a hacerle la ola. Opinan los inversores -quizá con un exceso de optimismo- que la culpa no era del sistema ni de la economía, sino de unos pocos políticos. Hay una lectura (que se está haciendo mucho, y que yo leo con interés, faltaría más) sobre el poder de los mercados para cambiar políticos que habían sido elegidos por las urnas. ¿Hasta qué punto eso cuestiona la democracia?, nos preguntamos. Mientras nos respondemos, yo, que soy un sentimental, no dejo de pensar en lo duro que tiene que ser comprobar que tu dimisión la celebran los mercados por todo lo alto. Una cosa es perder unas elecciones, porque otro parezca mejor y porque entra dentro de las reglas de juego democráticas, y otra ver que tú, sí, sí, tú, no mires para atrás, ¡tú!, tú eres el estorbo para que todo un país sea tomado en serio.

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