Me gusta sonreír, os lo confieso. Creo que con el paso de los años estoy dejando de ser un agrio y ya hasta salgo en las fotografías con una sonrisa abierta y, en algunas ocasiones, podría pensarse que casi provocativa. Porque cuando sonrío siento, de alguna manera, que los que me miran se relajan y hasta pueden llegar a pensar que las cosas van bien, que el mundo va bien y que por un momento las angustias se relajan.

Ya he conseguido sonreír hasta cuando estoy junto a los que me quieren un poquito menos y viven con el deseo de que se me apague la sonrisa para siempre. Creo que en esos momentos, en esos casos, es cuando me apetece más demostrar que el veneno de sus cuerpos no se combate con el veneno del mío, sino con la mejor de las sonrisas, con ofrecerles mi mano sincera y esperar que parte de mi energía inunde esos corazones agriados y acaben cambiando el odio corrosivo por la bondad sanadora.

Y eso que yo siempre he defendido que no podemos obligar a nadie a que nos quiera, pero tampoco nadie puede exigirnos que queramos a los que no nos quieren, aunque ya les digo que con el tiempo me estoy volviendo menos arisco e incluso estoy dejando de ponerme a la defensiva como los gatos. He aceptado, y no se crean que es algo que se consigue en dos días, que de un burro -por muy noble que sea el pollino- no sale un caballo de carreras y que, de igual forma, resulta casi imposible explicarle a una rana de pozo la inmensidad que tiene el mar.

Las cosas son así y lo serán eternamente. Pero la sonrisa siempre nos servirá como un bálsamo para nuestra alma, para el mantenimiento de nuestros telómeros, y es muy posible que nos ayude a alejar esas almas negras que nos rodean y que, de alguna forma, son felices cuando las cosas nos van mal.

Porque vivimos rodeados de devoradores de energía positiva, de esa energía que nos mueve y que nos hace levantarnos en los malos momentos, en esas situaciones que nos producen miedos y angustias. La sonrisa, la mano tendida, es el bálsamo de la perversidad y es un argumento positivo más para alejarnos de esas personas que en nada nos benefician.

Pero ya os digo que me ha costado un tiempo llegar a estas conclusiones tan básicas que, de haberlas aplicado antes, me habría ahorrado algunos disgustos, ansiedades y berrinches. Ya está hecho. Ahora no me queda otra que querer cada día un poquito más a mi dentista, Irene Baena, y aprovechar lo que me quede de vida para hacerle caso a la Pantoja cuando paseaba de la mano de su Cachuli: "Dientes, dientes, Julián, que eso es lo que les jode". Aunque bien sabe dios que no lo hago por joder a nadie. Paz y amor, hermanos, que yo siempre me quedaré con la mejor de mis sonrisas. Eso sí, con una sonrisa sincera y amiga.

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