Un asunto europeo

Madeleine Albright, secretaria de Estado con Clinton, acaba de decir que lo de Cataluña empieza a parecerse a Yugoslavia

El señor Valls se presenta a la Alcaldía de Barcelona para disputarle el puesto a la señora Colau, junto a un resto de candidatos a primer edil, entre los que destaca don Tete Maragall, otrora socialista del PSC, devenido canciller indepe y abuelo faltón de ERC. Otro día hablaremos, si les parece, del PSC como cantera del independentismo; ahora querríamos insistir en el significado obvio de la candidatura de Valls; candidatura que señala la magnitud europea, el alcance continental, del ominoso putsch catalanista, y que promete cierta virtú republicana -de la República francesa-, ante el cantonalismo racista, pronunciadamente antidemocrático, que se aglutina en la barahúnda indepe.

Madeleine Albright, secretaria de Estado con Clinton, acaba de decir que lo de Cataluña empieza a parecerse a Yugoslavia. De modo que el presidente del Gobierno, don Pedro Sánchez, se ha marchado al Canadá para revelarnos que aquí hace falta mucha empatía, mientras que la vicepresidenta Calvo y la delegada del Gobierno en Cataluña, doña Teresa Cunillera, abogan, bien por el indulto, bien por una relajación de la prisión preventiva. Todo lo cual, obligado es reconocerlo, honra a un Gobierno tan generoso y empático, cuya conmiseración, sin embargo, va por tramos. También doña Ada Colau se ha mostrado particularmente identificada con la parte menos atractiva de Barcelona. Lo que se infiere, en cualquier caso, del mensaje del señor Sánchez es que un Estado democrático y la abrumadora mayoría de su población deben someterse al dicterio, arbitrario y xenófobo, de una minoría autoritaria. Dicha minoría tiene cerrado el Parlament (suponemos que en nombre de la libertad), y propone un nuevo concepto de ciudadanía que hace distingos entre razas superiores y razas fallidas, y recuerda a los viejos siervos de la gleba que todavía alcanzó a conocer Liev Tolstoi.

No hay una sola razón por la cual un Estado europeo, salvo la propensión al suicidio que ya ha demostrado Europa en el siglo XX; no hay ninguna razón, repito, por la que una democracia europea deba atender tales demandas. Atenderlas significaría tanto la destrucción de la democracia española como el fin de la empresa europea. Ahora bien, que Europa caiga por la ambición bárbara y desmesurada de Atila no carece de cierta grandeza infausta (Atila respetó las murallas Roma y volvió su caballo ante la autoridad de León I). Rendir un continente, con sus respectivas democracias, a los artículos de Torra, es una majadería imperdonable.

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