Resulta asombroso el modo en que una modesta y microscópica partícula acelular (no otra cosa es el COVID-19) ha modificado de un día para otro el comportamiento de la mayoría de los humanos. Las calles antes bulliciosas aparecen ahora casi desiertas y los pocos individuos que se atreven a transitar por ellas van embozados con mascarillas y con las manos enfundadas en guantes de látex, en un intento de establecer una barrera entre ellos y los invisibles virus chinos que les acechan. Lo curioso es que este mismo hecho que, hoy, hasta los más ceporros dan por cierto (la existencia de intangibles patógenos que transmiten enfermedades) hace poco más de siglo y medio fue la causa de que tacharan de loco a Ignaz Semmelweis un médico húngaro ayudante en la primera clínica de obstetricia de Viena. Daba clases de tocología a los estudiantes de medicina y en su departamento morían más del diez por ciento de parturientas por fiebre puerperal, mientras que en la otra sección, donde se formaban las comadronas, el porcentaje de victimas de la fiebre era inferior al uno por ciento. La similitud de las lesiones internas de uno de sus colegas muerto tras herirse accidentalmente en el curso de una autopsia con las de las víctimas de la fiebre puerperal hace que Semmelweis relacione estas con el hecho de que los estudiantes practicaban con cadáveres en la sala de autopsias justo antes de reconocer a las embarazadas. Obligó entonces a médicos y estudiantes a lavarse cuidadosamente las manos en una palangana con agua clorada dispuesta en la puerta de la sala de partos. A pesar de que en un año igualó la mortalidad de su sección a la de las comadronas, sus colegas lo consideraron un excéntrico y ni siquiera la evidencia científica (no reconocida entonces) logró que tan sencillo método de desinfección fuese de aplicación universal. Poco después fue un escocés, Joseph Lister quien cambió para siempre el hediondo olor de las salas de hospital por el clásico a medicamentos que todos conocemos mediante la introducción sistemática del acido fénico en el cuidado de las heridas, retirando para siempre la gangrena y la fiebre purulenta de los quirófanos. Mikulicz, médico polaco pionero en la cirugía digestiva, empezó a utilizar mascarillas de gasa para evitar el paso de microorganismos de las narices y gargantas de cirujanos y enfermeras a las heridas de sus pacientes y, por último, fue en Baltimore en la recién fundada Universidad John Hopkins donde el profesor de cirugía William Halsted solucionó el problema de las "manos limpias" a finales del XIX. Caroline, la enfermera jefe de la sala de operaciones -y su futura esposa- tenía las manos y los brazos cubiertos de eccemas debidos sin duda al corrosivo sublimado de fenol empleado para la desinfección de manos. Ante el dilema de perder a su enfermera, Halsted encargó a la Goodyear-Rubber-Company unos guantes finos y delicados que eran como una segunda piel. Curiosamente, solucionó el problema de Caroline, pero él no los utilizaba en su práctica cotidiana, siendo sus discípulos quienes generalizaron su uso en los quirófanos.

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