Hace muchos años mi madre y yo subíamos, a veces, a la azotea de la vieja casa. Mientras las sábanas ondeaban al sol y las gaviotas graznaban sobre nuestras cabezas, ella me contaba sus recuerdos de Gibraltar. Mirábamos ambas al sur y dejábamos caer la vista sobre ese Peñón inmenso que imponía su autoridad geológica sobre un caserío blanco y llano. Ella me hablaba sobre las plazas y los parques, sobre las calles que trepaban hasta lo alto con cuestas y escaleras, sobre las iglesias y la sinagoga, sobre los túneles y las murallas antiguas, sobre los monos que bajaban del monte para buscar comida y sobre las sirenas del arsenal. Me hablaba de lo buenos que eran el té y el chocolate de allí y de otras cosas extrañas para mí, como el Corned Beef, las gachas de Quaker Oats, las Cream Crackers de la marca Jacob's o la mermelada de naranja amarga que llegaba directamente desde Inglaterra. Me describía la casa de su hermana, que estaba cerca de los bomberos y del Cable Car, pero que ella ya no podía visitar. Entonces yo recordaba esas cartas que se mandaban desde mi casa a un sitio llamado Red Sands Road, con la oronda cara de Franco en un sello azul de siete pesetas. A mi madre se le iluminaban los ojos cuando recordaba sus paseos juveniles por la Calle Real -que luego supe que, en realidad, se llamaba Main Street- y cómo mi padre nos traía del otro lado de la frontera los juguetes más bonitos y especiales, esos que en España ni siquiera existían todavía. Brotaba de sus palabras toda la mitología que cabe en los recuerdos y también, aunque yo era quizás demasiado niña para entenderlo, muchísimo dolor.

Lo más curioso es que, mientras oía todo eso, como quien oye un hermoso cuento, yo solo veía delente de mi aquella mole de roca gris y bosque verde en la que apenas se distinguía lo que mi madre llamaba "el castillo de los moros". ¿Dónde estaban las casas y la gente y las tiendas de juguetes y las calles con escaleras y los colmados que olían a té y a queso de bola? Sepan los que no lo sepan que todo eso solo se podía ver entonces en la cara oeste del Peñón y que, desde mi azotea, geoestratégicamente situada para el misterio, solo se veía su escarpada y agreste cara norte.

Desde el aciago cierre de la frontera, Gibraltar se había convertido en una espina clavada en el corazón de mi familia y en un enigma que alimentaba mi fértil imaginación infantil. El cierre de la verja durante trece años generó una cruel separación de las familias, la ruina de todo el campo que circundaba la Roca y la emigración de unas 40.000 personas. La democracia volvió a abrir la frontera el 14 de diciembre de 1982: la semana pasada se cumplieron 40 años. Recuerdo nítidamente las imágenes que se retransmitieron en directo y mi inmensa emoción al visitar el lugar unos meses más tarde. Se dijo entonces que Gibraltar había dejado de estar "encerrado" y lo dijimos tan panchamente los españoles, que nos habíamos pasado cuarenta años bajo una oscura dictadura.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios