Mi amigo ecologista

Antonio fue un auténtico ecologista al que solo le faltó una subvención para ser reconocido

Anda el personal revuelto a cuentas de la cumbre sobre el cambio climático que copa los titulares de informativos y periódicos vaticinando una hecatombe para las próximas décadas. Nadie con dos dedos de frente sería capaz de negar esa evidencia científica ni nadie con un algún dedo más pensará que las medidas a adoptar se lleven a cabo. Como en la canción de Serrat, en unos días volverá el rico a su riqueza, el pobre a su pobreza y el señor cura a sus misas. Los asistentes, que horas antes habrán hecho declaraciones políticamente correctas repitiendo una y otra vez los soniquetes de ecológico y sostenible, regresarán a sus lugares de origen en vuelos privados contaminantes y lujosos coches oficiales.

No puedo evitar acordarme de mi amigo Antonio, un vecino del pueblo de Umbrete que murió hace un par de años. Era un hombre callado y sentencioso, agudo y certero en sus observaciones, prudente y respetuoso, ajeno a polémicas y grandilocuencias personales. Vestía el traje de patén típico de las gentes del campo que fue sustituido por el chándal y la ropa deportiva. Cubría su cabeza en invierno y verano con una gorra para protegerse del frío y de las radiaciones nocivas que dejaban pasar los agujeros de la capa de ozono. No contaminaba el medio ambiente. No tenía coche y se desplazaba siempre en una vieja bicicleta que yo conservo, a cuyo trasportín ataba un cajón de madera para llevar la carga. Cultivaba un huerto -en Umbrete se le llama mato-, en el que sembraba de forma rotatoria cultivos de invierno como brócoles, habas o coliflores y otros de verano como tomates, pimientos, sandías o melones. Trataba las plantas con azufre y abonaba con estiércol.

Antonio era un gran animalista. Tenía un mulo que murió a la edad de treinta años después de haber tenido una vejez tranquila en al campo, sin realizar trabajo alguno en los últimos diez años. Crió un cerdito al que le puso de nombre Elvis Presley y una cerdita a la que llamó Maradona por lo bien que jugueteaba con los reculos de sandías. Ambos murieron de viejos porque fue incapaz de matarlos. Le gustaban los periódicos, no para leerlos, sino para encender la candela o para ponérselos de cama a los gatos. En un rincón del mato tenía un estercolero al que arrojaba todos los restos orgánicos que su actividad generaba. Fue un auténtico ecologista al que sólo le faltó una subvención para ser reconocido.

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