Pues resulta que tan sólo hace unos días, me han hecho abuelo. Les confieso que lo esperaba, con una especie de incertidumbre. Por un lado para mí representaba la culminación, basada en el amor, de toda una vida familiar, pero por otro me acordaba del libro de Delibes La hoja roja, ya saben la que sale en los librillos de papel de fumar, anunciándote que se está acabando. En cierto modo ya tengo aquí el relevo, pero el asunto no me deprime. Los felices padres han decidido, haciéndome el honor con ello, ponerle mi nombre al niño y eso me obliga, según la tradición familiar, a pagarle los libros, mientras yo viva. Tengo la esperanza de que el Todopoderoso me permita, aparejarle una extensa biblioteca.

El acontecimiento sucedió en Madrid, donde mis hijos residen y tras una larga y tensa vigilia en la Maternidad del Gregorio Marañón. En aquella noche pasaron por mi cabeza, las imágenes de cuando me encontraba en otra sala de espera, esperando a mi hijo mayor que ahora es el padre. Que la vida pasa rápidamente no es sólo una obviedad. Tendrían que ver ustedes la cara iluminada de mi santa que por su profesión ya lleva visto miles de bebés, cuando pudo tener en los brazos, a su nieto. Allí estaba, grandote como su padre y hermoso como su madre, con los ojos cerrados, haciendo extraños visajes con los músculos de la cara, agitando las diminutas manitas y adaptándose a su nueva vida fuera del cálido claustro materno. Una preciosa miniatura de ser humano.

Como he sido abuelo tardío, mis amigos que ya lo eran, me advertían de las sensaciones que se tienen habitualmente en esta nueva situación. Incluso una de ellas me pidió que le dedicara a ello, esta columna. Bueno, todavía no me he tenido tiempo de reflexionar, pero sí que puedo decirles algunos extraños síntomas que me suceden. Por ejemplo, yo que soy de natural inquieto, puedo asegurarles que se me detiene el tiempo cuando miro a mi nieto y que tengo que contenerme al despertarme, para no llamar por teléfono, preguntando cómo ha pasado la noche. También me ha emocionado la alegría explosiva de mis otros hijos, al verse convertidos en tíos. Fue, ahora que están repartidos por el mundo, como si nunca hubieran salido de casa. En este torbellino de emociones, vino a mi mente la vieja y hermosa cantiga sefardí: "¡Oh, qué nueve meses, pasaste de dolores!, /mas te nació un hijo con cara de flores/. ¡Bendita sea la madre y a Dios demos loores!

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