Vuelta al agro

Este neorruralismo, perenne o caducifolio, no supone la vuelta a un agro idealizado

Según parece, el avance del coronavirus ha propiciado un mayor empadronamiento en la España rural, gracias, entre otros motivos, a una cuestión tecnológica: la posibilidad del teletrabajo nos permite volver al pueblo sin demasiados ahogos, y sin que las prisas y angustias de la urbe nos persigan hasta la vieja umbría de las plazas. Es decir, que la España secular, la España devorada por la modernidad, pudiera conocer una resurrección, no a consecuencia de una vindicación extemporánea o improbable del ocio virgiliano, sino a la mera capacidad de huir, tecnología mediante, de un lugar ahora considerado peligroso e inhóspito.

Ya veremos, cuando llegue la vacuna, si este regreso al interior de la península es un fenómeno coyuntural o está destinado a permanecer, y acaso acrecentarse, durante décadas. También sabemos, por otra parte, que Hobsbawn definió la marcha del campo a la ciudad, ocurrida en la segunda mitad del XX, como un cambio parangonable al albor del Neolítico. Sin embargo, esta colosal mudanza del siglo pasado no ofrecía novedad alguna y era sólo una cuestión de grado. Si atendemos a lo que dice Maravall en La cultura del Barroco, la corona habsburgo se encontró el doble problema de la abrupta despoblación del campo y el consecuente hacinamiento en las ciudades. Entonces se debió, como sabemos, a la fragilidad y la estrechez de las cosechas, según explican Domínguez Ortiz y Parker. Y hoy se debe a una peste inadvertida que moviliza, de modo similar, pero en sentido opuesto, a los españoles. Ya en los sesenta, en plena erosión de la Galicia agraria, Cunqueiro imaginaba su país conformado por una tupida red de pequeñas urbes, que compensaran y sofrenaran el crecimiento de las capitales de provincia. Es decir, una Galicia no muy distinta de la que hoy existe. Las crónicas del XVII, en todo caso, advertían de una despoblación mesetaria que ahora, cuatro siglos después, parece invertirse.

Esto significa que lo que antaño era el modo más fiable de vivir -la emigración a la metrópoli-, se ha convertido hoy en una adversidad añadida. Por supuesto, este neorruralismo, perenne o caducifolio, no supone la vuelta a un agro idealizado. Se trata, más sencillamente, de la bilocación de un viejo fenómeno barroco: la fascinación de la urbe ya no viene asociada al sustento de los "pueblerinos". Movidos por la nostalgia, los poetas del mañana tal vez canten a una Babilonia crepuscular y ardiente, y no a la antigua fuente que muere bajo un tilo.

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