Nunca debí dudar del fino instinto de mi santa, para detectar buenos cantantes de ópera. Hace algunas semanas, vino hablándome maravillas de un nuevo contratenor argentino. ¿Un contratenor? ¿Es que se han vuelto a poner de moda los castrati? Hábilmente movió los hilos, con la complicidad de uno de mis hijos que vive en Londres y hete aquí que el lunes pasado me vi sentado en una butaca del Barbican Hall, para presenciar el debut de Franco Fagioli, ante el exigente público londinense. Previamente, me había informado de la biografía del cantante de Tucumán, formado en la prestigiosa Academia de Canto del Teatro Colón de Buenos Aires ,que le aportó no solo una sólida formación lírica, añadió también al lote habilidades en la dirección coral. Es además el único contralto en la escudería del famoso sello discográfico Deutsche Grammophon, que con un disco, totalmente recomendable por cierto, en el que canta arias de Haëndel, acaba de recuperar viejos esplendores.

Si algo puede representar el cosmopolitismo de Londres es el público del Barbican. Allí puedes ver señoras maduras perfectamente vestidas, el ejecutivo que acaba de trabajar en la City, jóvenes hipsters, parejas orientales con toda la programación de primavera comprada y al genuino gentleman tomando una copa de champán en el entreacto. El denominador común de todos es su afición por la buena música. Ayuda a la presencia de jóvenes los precios que son francamente asequibles. En el disco antes referido, Fagioli se hace acompañar de un pequeño grupo instrumental, Il Pomo D´Oro, pero para esta ocasión, eligió una gran formación clásica, la Orquesta Barroca de Venecia, lo que le permitió incluir a Vivaldi en el repertorio. Mi escepticismo quedó roto en cuanto el argentino empezó a cantar con exquisita sensibilidad y el dominio pleno de una voz que hace correr con magistral impostura, entre la cuerda de mezzosoprano y la de contratenor. Jamás perdió de vista la exposición melódica y la natural cantabilidad del repertorio, allá donde otros se perderían en adornos y subidas de volumen. Su voz, como en un tobogán sonoro, subía y bajaba por las fugas barrocas, con naturalidad, y se precipitaba por abismos diabólicos en un repertorio tremendamente difícil y por ello poco escuchado. Podemos decir que con Franco Fagioli ha vuelto el esplendor de la música barroca. Si los angelotes de los cuadros de Murillo pudieran cantar, lo harían así. Más de diez minutos de aplausos, con el público puesto en pie en el Barbican lo certifican.

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